Arte político, para todos los gustos

por Guillermo Vanegas Flórez

 

 

“La subasta de arte organizada por la Fundación Matamoros  -presidida por Carolina Turbay- y que se realizó el jueves pasado fue todo un éxito. Se remataron 30 obras hechas por parejas de líderes de diversos campos con artistas consagrados [...] Un cuadro de la presidenta del congreso, Claudia Blum, y la artista Lina Binkele, en la que recordaron su infancia junto a los caballos, fue vendido en 18 millones de pesos y se convirtió en el segundo mejor subastado. Y el más caro –casi 30 millones de pesos- fue del artista Germán Londoño, pintado con Carlos Enrique Piedrahita, el presidente de la Nacional de Chocolates, en el que aparece una persona comiendo una chocolatina Jet. ¿Adivinen quién lo adquirió? El mismo empresario.”

Sin firma, “Chocolatina de 30 melones”, en “Teléfono Rosa”, El Tiempo, domingo 6 de noviembre de 2005.

 

 

Comencemos por acordar que, para definirse, una parte del campo artístico local aun reclama cierta exclusividad en la manera como resuelve sus percepciones del entorno social que le rodea. Así mismo, recordemos la asiduidad con que todavía se escuchan expresiones como “artista creador”, “genio productor” e incluso “Obra Maestra” para hacer referencia a trabajos o artistas notables en recintos académicos, notas periodísticas, catálogos de galerías privadas y eventos expositivos de financiación pública. Ahora concentrémonos en una sugestiva práctica de inserción social que se le ha asignado al arte, principalmente desde las Juntas Directivas de algunas Fundaciones sin ánimo de lucro, cuyo mayor interés consiste en apoyar económicamente a ciudadanos colombianos caídos en desgracia, generalmente a causa del conflicto armado que vive el país.

 

Si vinculamos por un momento la producción de arte con el ámbito de las instituciones caritativas, es posible que notemos que los efectos de una pintura hecha a dúo por un representante empresarial y/o político y un profesional del arte no se limitan a su contenido estético. A primera vista, este objeto demostraría ser una contribución desinteresada a un evento con fines altruistas. Pero –si se quiere-, al reparar no en sus características formales sino en las circunstancias que rodearon su producción, ese cuadro funcionaría también como un índice de la manera en que se relacionan actualmente los campos artístico y político en el país. Esta problemática no es novedosa. De hecho, tal como lo enseña la historia del arte, gran parte de los trabajos hoy reconocidos como producciones con valor artístico, se hallan inscritos en este tipo de vinculación. Por ejemplo, muchas piezas elaboradas para adornar la sede de una institución empresarial o para engrosar el acervo de una colección corporativa, resultan ser elementos supremamente interesantes al momento de determinar el desarrollo sufrido por la trayectoria de un artista en su proyecto general (recuérdese el significado que tuvo el Mural dorado de Ramírez Villamizar en la entonces sede principal del Banco de Bogotá, hoy edificio de Juzgados del Distrito Capital, carrera 10 con calle 15 de Bogotá). En este sentido, los fines prácticos que tenga una pieza de arte han llamado la atención de multitud de teóricos y académicos y, no por esto, hablar de esa situación en el presente puede significar que se vuelva sobre un asunto ya superado. Precisamente, lo que se pretende a través de este escrito es señalar la novedosa formulación que en nuestro país ha recibido desde hace algún tiempo la antigua categoría de “arte político”, al observar las especiales circunstancias de delimitación del trabajo de un segmento de la comunidad artística nacional, por parte de un sector institucional, al parecer no tan ajeno a la lógica del campo.

 

En un principio podría anotarse que cuando una población tan amplia de artistas atiende consetudinariamente los llamados de organizaciones filantrópicas localizadas dentro del espectro de la institucionalidad económica colombiana, es posible hablar de la presencia de un “movimiento” con todas sus caracterísitcas. Antes de continuar, debe decirse que el uso de ese término corresponde aquí a su acepción modernista, mediante la cual se denomina a un grupo de artistas ideológica o estéticamente orientados hacia metas afines. En consecuencia, es posible establecer que desde hace más o menos cinco años existe una tendencia, por  parte de organizaciones de interés filantrópico y artistas, poner a circular arte a través de entidades inicialmente localizadas por fuera del campo.

 

Esta cooptación sigue un proceso que podemos describir a grandes rasgos como el resultado  inicial de la intervención de mediadores que se desenvuelven en ambos espacios, quienes ofrecen su “conocimiento experto” sobre el tipo y la cantidad de artistas que han logrado adquirir cierto renombre o proyección en el circuito expositivo del campo. Luego, se elabora una convocatoria más o menos similar en todos los casos y se promueve una campaña de difusión mediática, también más o menos similar en todos los casos. Como resultado de ello se efectúa un ejercicio  exhibitivo “más menos similar para todos los casos”, donde las piezas expuestas jamás abandonan su posición de productos derivados de una iniciativa empresarial. En realidad, sin que omitan ilustrar cierta especie de activismo humanitario, estos trabajos no se desvinculan del discurso que pretende medir sus alcances morales en el tejido social. A pesar de que el artista porte –o haya portado- los atributos tradicionales de cualquier tendencia política, su labor queda circunscrita a proyectar una reflexión estética incluida “a las malas” en la misión-visión de la entidad que hizo la convocatoria. Es bajo esta curiosa actitud que podemos hablar de un extraño mutante llamado “arte político”. Dentro de esta clasificación caben obras no interesadas en abrir espacios de representación a grupos o comunidades habitualmente marginados de la retórica visual hegemónica, sino más bien aquellas que funcionen como gatillos capaces de activar la misericordia del inversor que las adquiera en el marco “más o menos similar en todos los casos” de una subasta semipública.

 

Uno de los problemas que introduce esta lógica tiene que ver con la manera en que el artista somete voluntariamente su trabajo a un nivel de reflexión que puede no estar implícito en su reflexión principal. Su tarea, entonces, pasa a ser la de afianzar el perfil “públicamente saludable” de la institución que le ha invitado y acogido. Aunque quisiera, no tiene posibilidad de desmarcarse: puede que la obra muestre ciertas consideraciones sobre el modo en que se define un otro social –cualquiera que este sea-; puede que siga los derroteros trazados por autores ya consolidados; puede que contradiga abiertamente los principios desde los cuales se hizo la propuesta inicial y esto suscite la reacción de sus organizadores. Pese a todo, por encontrarse en medio de esta nueva definición “política” de lo artístico, su obra no logrará desencadenar nada distinto a la visibilización de una institución y sus promotores como actores a tener en cuenta dentro del nuevo talante que posee el arte en la industria cultural colombiana.

 

Al observar múltiples experiencias en el campo podemos notar que la búsqueda de reconocimiento de una institución logra la legitimación de su orientación ideológica a expensas de un bien formado ejército de productores culturales (voluntarios). Podría pensarse en la validez de cuestionar este tipo de procedimientos o, mejor aun, reflexionar sobre la manera en que un artista puede negarse a aceptar esta agenda. Al enfrentar esta cuestión no se puede descuidar tampoco el hecho que el cubrimiento mediático que reciben estos eventos produce el falso consenso en la opinión pública de que toda producción artística debe ubicarse en este tipo de circulación para validarse como objeto de utilidad social. De ahí a la pacificación de un amplio rango de posiciones críticas resta menos de un paso. Recordemos la forma en que el artista Fernando Uhía fue censurado en la exposición “Arborizarte” y el modo en que decidió poner en conocimiento público el trato a que fue sometido su trabajo, para notar la compleja situación en que se vio envuelto. A pesar de lo interesante que pueda resultar en términos objetivos, su respuesta (véase http://www.geocities.com/laesferapublica/arborizarte.html ) no deja de crear dudas respecto al interés que perseguía Uhía al momento de hacer su denuncia. Cuestiones tales como el impacto  benéfico que ese escándalo podría tener en la posterior recepción de su trabajo o la manera en que el artista entendió su participación en esa exhibición no deben escatimarse. En ese hecho, tanto el autor como la obra que produjo entran a ser reconocidos en un nivel diferente al de la provocación o la protesta. Antes que nada, el acto de censura que cometieron los organizadores de “Arborizarte” brindó una oportunidad de reivindicación que muy pocos dejarían pasar. Sin embargo, la protesta se impuso aquí como la vía más fácil y por lo mismo, la más predecible. ¿Qué otros mecanismos podrían utilizarse entonces para resistir efectivamente a ese tratamiento? Talvez la respuesta que se dé esté condicionada por la posibilidad que tuvo de artista de abstenerse de participar allí. Quizá su actitud no debió estar marcada por la realización de una obra que habría de incluirse en un marco temático, sino por ofrecer maneras inéditas de oponer resistencia a ese llamado sin dar oportunidad de que  apareciera la censura inmediata. De todos modos, al entrar a formar parte de una estructura de exposición con esas características, su lugar quedó desplazado hasta casi llegar a convertirse en un asentimiento. Tomemos otro ejemplo. Al acercarnos a la muestra de trabajos elaborados en torno a la bandera nacional, organizada por iniciativa de una serie de líderes políticos del Congreso –específicamente el Senador Vargas Lleras- y el gestor Eduardo Serrano, nos  encontramos  con la obra de un artista habitualmente contrario a los excesos del poder gubernamental, como Gustavo Zalamea. Si leemos el  aporte que hizo para ese evento (suponiendo, obviamente que su participación allí se dio con su anuencia y no bajo otro tipo de intervenciones),  bajo los parámetros expuestos en este texto, su reflexión queda neutralizada, sino alineada, con el  alto contenido pro-gobiernista que inspiraba a la exhibición. En este sentido, el ensayo que publicara Lucas Ospina en torno a esta presentación y la apertura de las puertas del Congreso colombiano a tres líderes paramilitares es bastante esclarecedor (véase http://www.esferapublica.org/arteparamilitar.htm).

 

Para terminar, podríamos añadir que asuntos como la participación en política, es decir, la integración de cuestiones básicas sobre la manera en que es dirigida una sociedad, es un factor que el arte que se produce bajo el amparo de las invitaciones a participar en actos de carácter benéfico puede esgrimir para restarle argumentos a quienes se quejan del carácter altamente esteticista de la práctica artística contemporánea. La profusión con que se repiten estos eventos y la aceptación tranquila con que los artistas dan su consentimiento podría sustentar la idea que el arte, hoy más que nunca, ha dejado de orbitar en torno a las esferas de lo sublime para acercarse a nuestra cotidianidad y hacerse “consensualmente” valedero. No queda más que hacer, estamos ante el triunfo de una nueva modalidad de “arte político, políticamente dirigido”.

 

 

“Si un curador decía que la obra de un artista era política, el crítico de arte diría que para que fuera política tendría que alcanzar antes una dimensión política [...] si un publicista inventaba una campaña de caridad donde los artistas hicieran obras, el crítico de arte ‘criticaría la calidad de las obras’ olvidando el noble fin que había detrás de la campaña”

Lucas Ospina, “Una crítica de arte”, en esferapublica.

 

 

 

 

 

 

 

 

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