“La
subasta de arte organizada por
Sin
firma, “Chocolatina de 30 melones”, en “Teléfono Rosa”, El Tiempo, domingo 6 de noviembre de 2005.
Comencemos por acordar que, para definirse, una parte del campo
artístico local aun reclama cierta exclusividad en la manera como resuelve sus
percepciones del entorno social que le rodea. Así mismo, recordemos la
asiduidad con que todavía se escuchan expresiones como “artista creador”,
“genio productor” e incluso “Obra Maestra” para hacer referencia a trabajos o
artistas notables en recintos académicos, notas periodísticas, catálogos de
galerías privadas y eventos expositivos de financiación pública. Ahora
concentrémonos en una sugestiva práctica de inserción social que se le ha
asignado al arte, principalmente desde las Juntas Directivas de algunas
Fundaciones sin ánimo de lucro, cuyo mayor interés consiste en apoyar
económicamente a ciudadanos colombianos caídos en desgracia, generalmente a
causa del conflicto armado que vive el país.
Si vinculamos por un momento la producción de arte con el ámbito de las
instituciones caritativas, es posible que notemos que los efectos de una
pintura hecha a dúo por un representante empresarial y/o político y un
profesional del arte no se limitan a su contenido estético. A primera vista,
este objeto demostraría ser una contribución desinteresada a un evento con
fines altruistas. Pero –si se quiere-, al reparar no en sus características formales
sino en las circunstancias que rodearon su producción, ese cuadro funcionaría
también como un índice de la manera en que se relacionan actualmente los campos
artístico y político en el país. Esta problemática no es novedosa. De hecho,
tal como lo enseña la historia del arte, gran parte de los trabajos hoy
reconocidos como producciones con valor artístico, se hallan inscritos en este
tipo de vinculación. Por ejemplo, muchas piezas elaboradas para adornar la sede
de una institución empresarial o para engrosar el acervo de una colección
corporativa, resultan ser elementos supremamente interesantes al momento de
determinar el desarrollo sufrido por la trayectoria de un artista en su
proyecto general (recuérdese el significado que tuvo el Mural dorado de Ramírez Villamizar en la entonces sede principal
del Banco de Bogotá, hoy edificio de Juzgados del Distrito Capital, carrera 10
con calle 15 de Bogotá). En este sentido, los fines prácticos que tenga una
pieza de arte han llamado la atención de multitud de teóricos y académicos y,
no por esto, hablar de esa situación en el presente puede significar que se
vuelva sobre un asunto ya superado. Precisamente, lo que se pretende a través
de este escrito es señalar la novedosa formulación que en nuestro país ha recibido
desde hace algún tiempo la antigua categoría de “arte político”, al observar
las especiales circunstancias de delimitación del trabajo de un segmento de la
comunidad artística nacional, por parte de un sector institucional, al parecer
no tan ajeno a la lógica del campo.
En un principio podría anotarse que cuando una población tan amplia de
artistas atiende consetudinariamente los llamados de
organizaciones filantrópicas localizadas dentro del espectro de la
institucionalidad económica colombiana, es posible hablar de la presencia de un
“movimiento” con todas sus caracterísitcas. Antes de
continuar, debe decirse que el uso de ese término corresponde aquí a su
acepción modernista, mediante la cual se denomina a un grupo de artistas
ideológica o estéticamente orientados hacia metas afines. En consecuencia, es
posible establecer que desde hace más o menos cinco años existe una tendencia,
por parte de organizaciones de interés
filantrópico y artistas, poner a circular arte a través de entidades
inicialmente localizadas por fuera del campo.
Esta cooptación sigue un proceso que podemos describir a grandes rasgos
como el resultado inicial de la
intervención de mediadores que se desenvuelven en ambos espacios, quienes
ofrecen su “conocimiento experto” sobre el tipo y la cantidad de artistas que
han logrado adquirir cierto renombre o proyección en el circuito expositivo del
campo. Luego, se elabora una convocatoria más o menos similar en todos los
casos y se promueve una campaña de difusión mediática, también más o menos
similar en todos los casos. Como resultado de ello se efectúa un ejercicio exhibitivo “más menos similar para todos los
casos”, donde las piezas expuestas jamás abandonan su posición de productos
derivados de una iniciativa empresarial. En realidad, sin que omitan ilustrar
cierta especie de activismo humanitario, estos trabajos no se desvinculan del
discurso que pretende medir sus alcances morales en el tejido social. A pesar
de que el artista porte –o haya portado- los atributos tradicionales de
cualquier tendencia política, su labor queda circunscrita a proyectar una
reflexión estética incluida “a las malas” en la misión-visión de la entidad que
hizo la convocatoria. Es bajo esta curiosa actitud que podemos hablar de un
extraño mutante llamado “arte político”. Dentro de esta clasificación caben
obras no interesadas en abrir espacios de representación a grupos o comunidades
habitualmente marginados de la retórica visual hegemónica, sino más bien
aquellas que funcionen como gatillos capaces de activar la misericordia del
inversor que las adquiera en el marco “más o menos similar en todos los casos”
de una subasta semipública.
Uno de los problemas que introduce esta lógica tiene que ver con la
manera en que el artista somete voluntariamente su trabajo a un nivel de
reflexión que puede no estar implícito en su reflexión principal. Su tarea,
entonces, pasa a ser la de afianzar el perfil “públicamente saludable” de la
institución que le ha invitado y acogido. Aunque quisiera, no tiene posibilidad
de desmarcarse: puede que la obra muestre ciertas consideraciones sobre el modo
en que se define un otro social –cualquiera que este sea-; puede que siga los
derroteros trazados por autores ya consolidados; puede que contradiga
abiertamente los principios desde los cuales se hizo la propuesta inicial y
esto suscite la reacción de sus organizadores. Pese a todo, por encontrarse en
medio de esta nueva definición “política” de lo artístico, su obra no logrará
desencadenar nada distinto a la visibilización de una institución y sus
promotores como actores a tener en cuenta dentro del nuevo talante que posee el
arte en la industria cultural colombiana.
Al observar múltiples experiencias en el campo podemos notar que la
búsqueda de reconocimiento de una institución logra la legitimación de su
orientación ideológica a expensas de un bien formado ejército de productores
culturales (voluntarios). Podría pensarse en la validez de cuestionar este tipo
de procedimientos o, mejor aun, reflexionar sobre la manera en que un artista
puede negarse a aceptar esta agenda. Al enfrentar esta cuestión no se puede
descuidar tampoco el hecho que el cubrimiento mediático que reciben estos
eventos produce el falso consenso en la opinión pública de que toda producción
artística debe ubicarse en este tipo
de circulación para validarse como objeto de utilidad social. De ahí a la
pacificación de un amplio rango de posiciones críticas resta menos de un paso.
Recordemos la forma en que el artista Fernando Uhía fue censurado en la
exposición “Arborizarte” y el modo en que decidió poner en conocimiento público
el trato a que fue sometido su trabajo, para notar la compleja situación en que
se vio envuelto. A pesar de lo interesante que pueda resultar en términos
objetivos, su respuesta (véase http://www.geocities.com/laesferapublica/arborizarte.html
) no
deja de crear dudas respecto al interés que perseguía Uhía al momento de hacer
su denuncia. Cuestiones tales como el impacto
benéfico que ese escándalo podría tener en la posterior recepción de su
trabajo o la manera en que el artista entendió su participación en esa
exhibición no deben escatimarse. En ese hecho, tanto el autor como la obra que
produjo entran a ser reconocidos en un nivel diferente al de la provocación o
la protesta. Antes que nada, el acto de censura que cometieron los
organizadores de “Arborizarte” brindó una oportunidad de reivindicación que muy
pocos dejarían pasar. Sin embargo, la protesta se impuso aquí como la vía más
fácil y por lo mismo, la más predecible. ¿Qué otros mecanismos podrían
utilizarse entonces para resistir efectivamente a ese tratamiento? Talvez la
respuesta que se dé esté condicionada por la posibilidad que tuvo de artista de
abstenerse de participar allí. Quizá su actitud no debió estar marcada por la
realización de una obra que habría de incluirse en un marco temático, sino por
ofrecer maneras inéditas de oponer resistencia a ese llamado sin dar
oportunidad de que apareciera la censura
inmediata. De todos modos, al entrar a formar parte de una estructura de
exposición con esas características, su lugar quedó desplazado hasta casi
llegar a convertirse en un asentimiento. Tomemos otro ejemplo. Al acercarnos a
la muestra de trabajos elaborados en torno a la bandera nacional, organizada
por iniciativa de una serie de líderes políticos del Congreso –específicamente
el Senador Vargas Lleras- y el gestor Eduardo Serrano, nos encontramos
con la obra de un artista habitualmente contrario a los excesos del
poder gubernamental, como Gustavo Zalamea. Si leemos el aporte que hizo para ese evento (suponiendo,
obviamente que su participación allí se dio con su anuencia y no bajo otro tipo
de intervenciones), bajo los parámetros
expuestos en este texto, su reflexión queda neutralizada, sino alineada, con
el alto contenido pro-gobiernista que
inspiraba a la exhibición. En este sentido, el ensayo que publicara Lucas
Ospina en torno a esta presentación y la apertura de las puertas del Congreso
colombiano a tres líderes paramilitares es bastante esclarecedor (véase http://www.esferapublica.org/arteparamilitar.htm).
Para terminar, podríamos añadir que asuntos como la participación en
política, es decir, la integración de cuestiones básicas sobre la manera en que
es dirigida una sociedad, es un factor que el arte que se produce bajo el
amparo de las invitaciones a participar en actos de carácter benéfico puede
esgrimir para restarle argumentos a quienes se quejan del carácter altamente
esteticista de la práctica artística contemporánea. La profusión con que se
repiten estos eventos y la aceptación tranquila con que los artistas dan su
consentimiento podría sustentar la idea que el arte, hoy más que nunca, ha
dejado de orbitar en torno a las esferas de lo sublime para acercarse a nuestra
cotidianidad y hacerse “consensualmente” valedero. No queda más que hacer,
estamos ante el triunfo de una nueva modalidad de “arte político, políticamente
dirigido”.
“Si
un curador decía que la obra de un artista era política, el crítico de arte
diría que para que fuera política tendría que alcanzar antes una dimensión
política [...] si un publicista inventaba una campaña de caridad donde los
artistas hicieran obras, el crítico de arte ‘criticaría la calidad de las
obras’ olvidando el noble fin que había detrás de la campaña”
Lucas
Ospina, “Una crítica de arte”, en esferapublica.