La crítica de arte en Colombia: amnesias de una tradición*

por William Alfonso López Rosas**

 

 

La necesidad histórica y hasta política de elaborar una historia

social de la literatura latinoamericana y las dificultades teóricas

e institucionales que obstaculizan esta empresa, obligan a buscar un camino

que rompa provisionalmente este círculo. Es decir, obligan a buscar

un comienzo diferente, y éste no puede ser otro que el del recurso

a lo que está a disposición. Y este comienzo implica un trabajo de

reconstrucción y de recuperación de lo que sobre el tema y con acento

social se ha escrito en Latinoamérica y que ha sucumbido a la peste

del olvido y de las modas o a esa peculiar ahistoricidad que caracteriza al

“materialismo histórico”, también llamado “marxismo vulgar”. Esa recuperación

tiene que ser necesariamente crítica y si no se puede reconstruir una tradición

intelectual y política que se ha ignorado escandalosamente, sí cabe al menos

esperar que se despierte una conciencia de la tradición que paulatinamente

se vaya enriqueciendo con contribuciones más recientes y actuales, pues sin una

tradición, por pobre que sea, la asimilación de lo extranjero se convierte

en auténticos saltos en el vacío, es decir, en modas de las que nada se asimila

y a las que no se puede poner en tela de juicio desde una perspectiva propia,

desde una tradición menospreciada, porque la nueva moda desaloja

a la anterior sin crítica. Por pobre que pueda ser nuestra tradición

intelectual, ella se enriquece en el proceso de asimilación crítica de lo extranjero.

 

Rafael Gutiérrez Girardot [1]

 

 

Introducción: una declaración de principios

Aunque ya en otros trabajos he utilizado el anterior fragmento a modo de epígrafe, quiero volver a comenzar con él, puesto que me parece doblemente pertinente: por un lado quiero rendir un modesto homenaje al profesor Rafael Gutiérrez Girardot (1928 – 2005), recientemente fallecido en Alemania; sin duda, con su muerte, el pensamiento crítico en nuestro país ha perdido a uno de sus más lúcidos y valientes intelectuales. Por otra parte, quiero volver a suscribir el planteamiento que el profesor Gutiérrez hace en este pasaje con respecto, por supuesto, a la necesidad de una historia social de las artes y, en especial, de la crítica de arte, en el medio colombiano.[2]

En otros espacios y textos, he afirmado que en Colombia la práctica de la crítica de arte sí ha existido y que, en la actualidad, sigue existiendo.[3] Lo que no ha existido es su memoria, su historia; sobre ella se extiende una amnesia sistemática y tenaz que impide la construcción de una de las condiciones de posibilidad fundamentales para (i) la superación de esa recepción subalterna del pensamiento artístico y crítico internacional que indica el profesor Guitérrez, tan complaciente con los saltos al vacío que nos obligan a dar los más recientes procesos de dominación cultural y, sobre todo y más urgentemente, para (ii) la configuración de un derrotero político alternativo a la desfiguración del campo artístico que han impulsado las últimas Ministras de Cultura, en especial la que actualmente dirige esta cartera, y al escenario abiertamente adverso a la cultura y a los creadores que el actual gobierno nos está heredando, en particular, con la negociación del Tratado de Libre Comercio a espaldas de la comunidad de creadores y, en general, con su populismo de marcado acento mesiánico y derechista.

La intervención que tan amablemente me han invitado a explorar los responsable de este evento, merece varias consideraciones preliminares. En primer lugar amerita una definición de la crítica de arte, por lo menos en un nivel operativo; en segundo lugar, plantea la revisión, así sea breve, de la bibliografía que ha intentado construir la historia de la crítica de arte en Colombia; y, en tercer lugar, implica el esbozo de una panorámica de su situación actual. Estos son, consecuentemente, los temas que desarrollaré en los minutos que vienen a continuación.

Dos definiciones de la crítica de arte

Omar Calabrese, autor del famoso libro La era neobarroca (1987), plantea que dentro de los estudios históricos sobre la crítica de arte, existen al menos dos posiciones con respecto a su definición: en primera instancia, hay una larguísima línea de investigaciones sobre la crítica de arte en Europa, que incluye clásicos como Literatura artística (1924) del profesor de H. E. Gombrich, Julius von Shlosser, o Historia de la crítica de arte (1936) del italiano Lionello Ventury, que define la crítica de arte como “la literatura sobre el arte”.[4] En este sentido, la crítica de arte aparece como una categoría general dentro de la cual estarían comprendidas, como subespecies, la historia del arte, la teoría del arte, la estética, las biografías de los artistas, el comentario artístico elaborado para los medios de comunicación, la curaduría, las opiniones que un profesor de historia del arte transmite a sus alumnos a propósito de una obra de arte, las informaciones y apreciaciones que un guía de museos hace a su público, etc. Por supuesto, la materia de estas historias se concentra en aquellas subespecies con mayor dignidad cultural; sin duda, para éstas es mucho más importante estudiar Vida de grandes artistas (1550) de Giorgio Vasari y su incidencia en la configuración de los fundamentos del pensamiento y el juicio sobre la obra de arte en los siglos venideros, que detenerse sobre el comentario del periodista cultural de ocasión que apenas si puede articular con cierto grado de suficiencia una noticia sobre la última muestra de Fernando Botero.

Por otra parte, afirma Calabrese, existe una concepción de la crítica de arte que está afincada en una definición más restringida: la crítica de arte sería un hecho eminentemente moderno, nacido en los tiempos de Diderot. De hecho, este autor ilustrado es considerado como el primero en el ejercicio el oficio de “crítico” o “guía” de la interpretación y evaluación de las obras de arte coetáneas. Como corolario de esta idea, la crítica, en tanto que arte de la interpretación, se habría desarrollado hasta nuestros días, y estaría profundamente enraizada en los procesos de expansión del mercado burgués del arte, la aparición de movimientos artísticos con poética concreta y vocación de militancia cultural y, además, la divulgación multitudinaria del producto estético en las culturas que, desde finales del siglo XVIII, se podrían definir, con mayor o menor exactitud, “de masas” —por lo demás, el crítico habría comenzado a influir en la opinión pública en las páginas de los periódicos, que por aquella época se empezaron a configurar tal como los conocemos hoy y que, además, en los siglos venideros ocuparon buena parte del espacio público en las sociedades occidentales u occidentalizadas—.[5]

Cualquiera de estos dos modelos, entonces, podrían determinar la respuesta a la pregunta sobre la cuestión de la existencia de la crítica de arte en nuestro país. Con seguridad, si tomáramos la primera de las opciones, encontraríamos que la crítica de arte en Colombia, ha existido y sigue existiendo incluso en las formas menos institucionalizadas o prestigiosas en momentos particularmente críticos para el campo del arte. Si tomamos la segunda opción, también tendríamos que estar dispuestos a reconocer la emergencia y consolidación de una práctica cultural fundamental para la socialización de las artes y, en especial, de las artes plásticas o visuales, desde el momento mismo en que los salones de arte hicieron su aparición dentro del espectro de las prácticas culturales impulsadas por las elites intelectuales decimonónicas, sobre todo asociadas a sus concepciones sobre el progreso y la civilización.

Paradójicamente, una gran cantidad de personas en Colombia, incluso fuertemente comprometidas con las causas del arte y con un alto grado de ilustración sobre sus avatares, han estado dispuestas —y los siguen estando— a afirmar su tardío nacimiento y su muerte prematura. Pareciera que la amnesia o el olvido profundo fueran “necesarios” o “convenientes” para el desarrollo del arte de la contemporaneidad. La mayoría de estas personas, por otra parte, también están dispuestas a afirmar que la crítica de arte nació y murió con la obra que Marta Traba desarrolló en nuestro país. Al lado de ella, aparecerían dos figuras más, la de Casimiro Eiger y la de Walter Engel, de tal manera que esta práctica cultural habría estado monopolizada por extranjeros y se habría extinguido apenas abandonaron nuestro territorio o murieron. En este sentido y por inferencia, pareciera que las personas que sostienen esta tesis también estarían dispuestas a creer que el pensamiento crítico no es propio de los colombianos.

Pero lo cierto, lo abrumadoramente cierto, es que la historia de la crítica de arte en nuestro país, tiene algo más de un siglo de duración y comprende una larga nómina de prestigiosos literatos y de autores menores, así como de lúcidos artistas y, como toda tradición, también de tozudos papanatas que se creyeron autorizados a hablar y reflexionar públicamente sobre el arte, sobre todo para movilizarlo, con egoísmo, a favor de sus intereses políticos.

Bocetos para una historia de la crítica del arte en Colombia

Aunque la historia del arte en Colombia ha estado mayoritariamente concentrada en reflexionar sobre la obra de arte y las aventuras artísticas de los creadores plásticos y visuales, de forma marginal, también ha configurado un modesto pero interesante corpus bibliográfico sobre este asunto; dentro de éste se encuentran textos como Arte, crítica y sociedad en Colombia: 1947-1970 (1991) de Ruth Acuña,[6] «La crítica de arte en Colombia (1974 – 1994)» (1994) de Carolina Ponce de León,[7] y «Una mirada a los orígenes del campo de la crítica de arte en Colombia» (2004) de Carmen María Jaramillo.[8] Sin ninguna duda estos trabajos pueden considerarse los pilares esenciales del pensamiento histórico contemporáneo sobre las dinámicas de configuración y desarrollo de la crítica de arte en Colombia, por lo menos con referencia al siglo XX.[9]

La bibliografía sobre el siglo XIX, aunque escasa también es fundamental: dentro de ella se encuentra el pequeño ensayo titulado «Arte y crítica» que Gabriel Giraldo Jaramillo publicó en su Bibliografía selecta del arte en Colombia (1955);[10] Procesos del arte en Colombia (1998) de Álvaro Medina, sin duda uno de los mejores libros que sobre arte colombiano se han escrito en la últimas décadas a cerca de la transición del siglo XIX al XX;[11] y, por otra parte, El Papel Periódico Ilustrado y la génesis de la configuración del campo artístico en Colombia (2002), también de Ruth Acuña.[12]

Así, en este corpus bibliográfico se pueden encontrar las primeras hipótesis sobre las claves y los procesos medulares de la historia de la crítica de arte en Colombia. Sin objeción, al más reciente texto de Acuña debemos la claridad sobre el momento fundacional de los procesos de autonomización del campo del arte; es decir, la publicación del periódico dirigido por Alberto Urdaneta, la fundación de la Academia de Bellas Artes y la organización del Salón de 1886.

Al texto de Medina, debemos las primeras hipótesis sociológicamente sustentadas de la historia del arte en nuestro país, sobre la relación entre el arte y la política al final del siglo XIX y durante las primeras décadas del XX y, sobre todo, el rescate de los nombres y artículos de críticos como Baldomero Sanín Cano, Jacinto Albarracín (Albar), Max Grillo, Pedro Carlos Manrique, Rubén J. Mosquera, Gustavo Santos y Roberto Pizano, entre muchos otros.

Al texto de Jaramillo Jiménez, debemos la primera periodización de largo aliento que se haya planteado sobre los procesos de configuración de la crítica de arte en el país, y el primer contexto histórico de amplio alcance sobre la obra de críticos como Jorge Zalamea, Enrique Uribe White, Luis Eduardo Nieto Caballero, Germán Arciniegas, Daniel Samper Ortega, Javier Arango Ferrer, Luis Vidales, Clemente Airó, Juan Fride y Jorge Gaitán Durán, entre otros.

A la primera tesis de Acuña, debemos una de las primeras miradas abiertamente críticas sobre la obra de Marta Traba, en particular en relación con el contexto cultural que vio abrirse el Frente Nacional y la consolidación de una nueva elite intelectual que militaría en la defensa del arte moderno, en particular de la pintura abstracta, y se atrincheraría, especialmente, en la emisora HJCK y la Universidad de los Andes.

Y al texto de Ponce de León debemos el más valiente, lúcido y honesto análisis de la obra de críticos como Marta Traba, Casimiro Eiger, Walter Engel, Antonio Bergman, Eugenio Barney-Cabrera, Francisco Gil Tovar, Germán Rubiano, Eduardo Serrano, Galaor Carbonell, María Elvira Iriarte, Luis Fernando Valencia, Darío Ruiz, Álvaro Medina, Antonio Montaña, Alberto Sierra, Miguel González, Darío Jaramillo, Ana María Escallón y José Hernán Aguilar.

Estos textos, entonces, han fundado un proceso que, al parecer, sigue un curso muy interesante. Cada vez más investigadores e historiadores del arte están volcando sus intereses sobre esta olvidada tradición y encuentran que, sin lugar a dudas, la lista de críticos es larga, y su obra, interesante, pero sobre todo que en ella existe una clave definitiva para comprender los procesos contemporáneos del arte.[13] La labor que queda por hacer está asociada no sólo al rescate de sus textos sino al estudio de sus ideas, por supuesto, desde una crítica a los excesos de las jerarquías axiológicas poscoloniales de la historia “moderna” del arte que, hasta ahora, han imperado en nuestro país y, sobre todo, para la restitución crítica de su lugar dentro de los procesos del arte en Colombia.

El pasado más reciente: desde la cizaña hasta la web

Ponce de León, en su ensayo sobre la crítica de arte, que abarca desde 1974 hasta 1994, describe los principales elementos de la “crisis” que estaría viviendo la crítica de arte a mediados de los años 90. Desde su perspectiva, el cierre de los periódicos al discurso de los críticos estaría planteando un doble vacío cultural, ni los creadores estaban recibiendo un reconocimiento individual significativo ni el público estaba teniendo la oportunidad de participar en la contemporaneidad artística.[14]

Después del vació dejado por Traba, los críticos que heredaron su legado, según la curadora, no habrían podido perpetuar los espacios abiertos por la argentina ni consolidar los procesos de formación de públicos para la artes que, desde la década de los años 50, ella había impulsado. Esta situación habría sido el resultado de la confrontación de los críticos, que durante las dos décadas anteriores no habrían consolidado las instituciones del arte fundadas por Traba, y tampoco habrían regularizado los procesos de construcción de audiencias impulsados por ésta. Por el contrario, con su actitud, ellos habrían quebrado los procesos de socialización masiva y democrática del arte, volviendo a encerrar al campo del arte dentro de un círculo elitista y excluyente, que lentamente había minado la legitimidad de las prácticas artísticas contemporáneas dentro del imaginario colectivo.

La emergencia del arte conceptual, sumada a la consolidación de contextos sociológicos diferentes a los que Traba había conocido, habrían determinado que críticos como Rubiano, Serrano, Carbonell, González, Sierra y Valencia, entre otros, proyectaran su trabajo desde ópticas diferentes, incluso, llevando a protagonizar tácitos enfrentamientos con la escritora del Cono Sur. Estos críticos, antes que insistir en una labor de crítica sistemática y en la democratización del acceso al arte a través de la construcción de las condiciones de existencia para la autonomía de la experiencia estética del público, habrían optado por la organización y difusión de eventos, atrincherados en los museos de arte, desde un modelo de crítico-curador, abiertamente contrario al que Traba había encarnado. Desde la perspectiva de Ponce de León, el protagonismo, dentro del campo artístico, durante los años setenta habría pasado de los artistas a los eventos artísticos; es decir, en el fondo, a los organizadores de éstos, concentrando los procesos de consagración del artista en los departamentos de curaduría de los museos.

Por otra parte, según Ponce de León, a diferencia del modelo de los críticos de arte internacionales modernistas como Clement Greenberg o Harold Rosemberg, que habían luchado hombro a hombro con los artistas que estuvieron bajo su influencia, los críticos de marras habrían optado por la defensa de figuras insulares. Mientras los críticos colombianos con formación académica, intentaban construir lecturas y valoraciones con referentes teóricos canónicos dentro de la historia moderna del arte (Worringer, Croce, Francastel, Panofsky, Hauser, Gombrich, Read), y los empíricos planteaban su tarea con un espíritu ecléctico y sensible a los dictados conceptuales de las revistas internacionales de arte, su tarea dentro del campo del arte, siempre apuntaba a la defensa de un artista y no a la construcción de corrientes o panoramas artísticos.[15]

Según la curadora, en particular la tarea de los críticos empíricos también habría significado la perpetuación de una falsa contextualización conceptual del arte nacional en el ámbito internacional, en tanto las lecturas de los nuevos teóricos del arte siempre se habrían dado desde un conocimiento parcial, por no decir desde una ignorancia relativa. En lugar de constituir un verdadero y maduro cosmopolitismo, estos críticos habrían perpetuado el snobismo teórico y, por tanto, la condición subalterna del campo artístico colombiano.

Un factor de primordial importancia para el análisis de la situación de la crítica de arte durante las décadas de los años 70 y 80, es la emergencia del proceso de diferenciación de los oficios, profesiones y actividades dentro del campo artístico: al nivel de los museos, habría aparecido la figura del curador con funciones claramente definidas; al nivel del sector patrimonial, empezaron a formularse las primeras políticas de preservación del patrimonio, permitiendo la profesionalización del conservador; y al nivel de otros sectores del campo del arte, los eventos artísticos como la Bienal Coltejer, la Bienal de Artes Gráficas, habrían consolidado nichos cada vez más ambiciosos e inéditos dentro de éste, sobre todo en relación con la diferenciación de la especificidad de la gestión cultural.[16]

En este sentido, ante la ausencia de espacios institucionalmente definidos para el ejercicio de la crítica de arte, los críticos herederos de Traba habrían optado por su vinculación a los departamentos de curaduría de los recién inaugurados museos de arte. Este proceso implicaría la interdicción de su independencia y la movilización de los museos al servicio de sus causas personales. Según Ponce de León, en lugar de un corpus crítico, que ejerce mediante la confrontación de opiniones diversas, ideas y tomas de posición, en el medio artístico colombiano de la década de los 80, habría prevalecido una animosidad con disfraz intelectual. Todo el campo del arte, se habría articulado, entonces, alrededor de territorios y parcelas, generalmente manipulado por estrechos círculos de poder que se armaban alrededor de ciertos eventos rectores de la escena artística.

Así, desde la óptica de Ponce de León, después del trabajo realizado por Marta Traba, quien habría cohesionado conceptualmente a un grupo de artistas, formado un público y, en este sentido, abierto un espacio para el arte moderno, la crítica ejercida posteriormente habría cancelado este lugar y, en consecuencia, espantado al público y los artistas. El modelo del crítico cizañero se habría apoderado del campo del arte, clausurando la posibilidad de continuar con la legitimación de las prácticas artísticas al nivel del imaginario colectivo.

El panorama actual: metamorfosis y enfermedades de una crítica a la carta

La primera mitad de la década de los noventa, entonces, estuvo signada por una crisis generalizada de la crítica de arte y, a través de ésta, de todo el campo de las artes plásticas y visuales; el aislamiento del artista y, consecuentemente, la pérdida del sentido cultural de su trabajo al nivel colectivo, así como la perpetuación del carácter elitista del mundo del arte y el cierre de todos los procesos de formación de públicos para el arte, sumadas a la consolidación de un mercado del arte ligado al lavado de activos, fueron los principales síntomas de un proceso más profundo: la crisis del esquema de poder y de la institucionalidad que desde la década de los años setenta ha sosteniendo a los funcionarios y artistas comprometidos con las causas del arte moderno; es decir la apertura de un nuevo estadio del campo del arte.

Este nuevo estadio está compuesto por varios procesos que corren paralelos y, en muchos casos, fuertemente relacionados. Uno de estos procesos es el relevo generacional que se empezó a gestar desde los primeros años de la década de los noventa y ya para el arranque del nuevo siglo estaba plenamente consolidado. Los nombres de nuevos críticos, curadores y artistas empezaron a desplazar de la escena del arte a los protagonistas indiscutibles de momentos anteriores; quienes nunca han dejado de concentrar poder, por cuanto se instalaron en los cargos y funciones más fuertemente institucionalizados del campo —piénsese, por ejemplo, en la curaduría del Museo Nacional de Colombia, en la del Museo de Antioquia o en la jefatura del servicio cultural del Ministerio de Relaciones Exteriores—y siguen manteniendo una relación indirecta con la administración del arte contemporáneo a través de su pertenencia a las juntas de adquisiciones de los bancos y fundaciones coleccionistas.[17] Así, los nombres de María Iovino, José Ignacio Roca, Jaime Cerón, Carmen María Jaramillo, Ana María Lozano, Mauricio Cruz, Jaime Iregui, y más recientemente, Fernando Uhía, Andrés Gaitán, Catalina Vaughan, Fernando Escobar, Gabriel Merchán, Lucas Ospina, Pablo Batelli, Pedro Falguer y Ricardo Arcos-Palma, entre otros, empezaron a dominar la escena crítica, y ya para el comienzo del nuevo siglo estaban absolutamente consolidados dentro de los procesos de construcción pública del sentido del arte.

Esta nueva generación de autores, a largo de la última década, ha venido protagonizado una silenciosa pero notoria rebelión en contra de la dictadura que los literatos y, en especial, los poetas han venido ejerciendo en forma larvada e institucional a lo largo y ancho del campo cultural desde principios del siglo XX.

Aquí vale la pena hacer un pequeño excurso histórico: los historiadores de la intelectualidad en nuestro país, han venido revelando las formas en que los hombres letrados participaron en los procesos de construcción y legitimación de las estructuras de dominación, en particular de los poderes políticos y económicos; en este sentido, también han mostrado las formas de hegemonía que han tenido expresión en el campo de la cultura. Es de particular interés para nuestro tema, el estudio de la función que jugaron los literatos y poetas en la construcción del discurso que sostuvo en el poder a las elites de la Regeneración no sólo al nivel político sino cultural, precisamente porque muchos de ellos fueron piezas claves de la historia de la crítica de arte; también es interesante analizar las mediaciones que protagonizaron muchos de los intelectuales ligados al mundo de la crítica de arte en el desmonte del orden conservador y clerical de las primeras tres décadas del siglo XX, y, sobre todo, estudiar el liderazgo que muchos de ellos ejercieron dentro de los procesos que finalmente llevaron a la configuración de la autonomía relativa del campo cultural.[18]

Desde la década de los años setenta, las instituciones que fue configurando esta autonomía han sido, entonces, dirigidas por literatos o por funcionarios comprometidos en algún sentido, muchas veces consanguíneamente, con las causas literarias. A partir de la presidencia de Belisario Betancourt, la estructura del poder dentro del campo cultural fue definida hegemónicamente a favor de los literatos. No es casual que dos figuras que en aquel período fueron entronizadas en sus cargos hoy continúen ejerciendo sin ningún problema: por supuesto me refiero a Gloria Zea y a Darío Jaramillo. De la primera, no creo que se necesario agregar nada; en cuanto al segundo, es importante señalar que ha ejercido la más significativa gestión para el campo de las artes plásticas desde la Subgerencia Cultural del Banco de la República. De forma silenciosa, es decir, lo menos escandalosamente posible, como conviene al Banco de la República, ha impuesto exposiciones y curadores más o menos ajenos al campo pero siempre afiliados al tradicional nacionalantioqueñismo con que, a pesar de Miguel Urrutia, se han administrado los destinos de la institución cultural más poderosa de nuestro país.

La nueva generación de críticos, entonces, se ha revelado en contra del poder cultural monopolizado por los que, con Ángel Rama, llamaríamos letrados.[19] Su origen está signado por las teorías, problemas y lenguajes del ámbito específico de la historia y la teoría del arte. No es casual que explícitamente hayan cerrado filas al último y tal vez más risible llamado al orden que los literatos, en cabeza de Andrés Hoyos, han impulsado desde la revista El malpensante. Bien sea que hayan hecho oídos sordos al trasnochado y anacrónico anticonceptualismo del fracasado novelista o que tácitamente se opongan a Benhur Sánchez, Héctor Abad Faciolince Juan Gustavo Cobo Borda, Antonio Caballero, o al incuestionable Darío Jaramillo, no sólo con respecto al tipo de obras que defienden, sino al desaliñado descuido con que escriben y al tipo de espacios en donde publican. Mientras a los afamados y respetados escritores se recomiendan los libros monográficos cuidadosamente editados para los públicos más exclusivos de nuestra sociedad, nuestros nuevos críticos abren, la mayoría de las veces con sus propios medios, los espacios públicos para sus discursos.

En este sentido, los libros que María Iovino ha logrado publicar son un ejemplo de independencia intelectual y autonomía institucional. Tanto Óscar Muñóz: volverse aire (2003) como Fernell Franco otro documento (2004) constituyen las dos principales producciones bibliográficas que se han editado en nuestro medio, no sólo por las perspectivas desde las cuales se han abordado allí la obra de los dos artistas caleños sino por la voluntad explícita de definir un espacio propio y autodeterminado por la investigación crítica y curatorial.

Otro de los procesos paralelos que definen el nuevo estadio de la historia de la crítica de arte está signado por la recepción y adaptación de la crítica a los nuevos medios, en particular a la web. La emergencia de espacios en la red como Ojotravieso, Columna de arena, Esfera pública, y el mas reciente blog de discusión de Catalina Vaughan, entre otros, que además de reconfigurar la definición de lo público de forma generalizada, profunda y global, también implicaron una redefinición de las formas de producción y recepción del arte, del discurso crítico así como del tipo de artista y de crítico que hasta ese momento había dominado el panorama.

Es posible que el repliegue y práctica desaparición de la crítica del arte de los medios de comunicación tradicionales se deba al desprestigio que ésta acumuló en las pasadas décadas, tal como lo señala Ponce de León; pero sin duda otro factor que contribuyó a tal repliegue, es la redefinición de la esfera pública que, bajo la hegemonía del neoliberalismo rampante que ha dominado políticamente al mundo en los últimos 35 años, ha logrado, en nuestro país, la reconfiguración de las industrias de la comunicación en los términos de una monopolización y concentración del uso público de la razón. Que la crítica de arte en nuestro país, entonces, reaparezca en la web, un medio sociológica y antropológicamente ambiguo, pero sin duda mucho más adaptable a los usos, retóricas y condiciones de libertad que ésta supone, no es extraño.

El “encierro” de la crítica de arte en la web, no sólo ha determinado la reconfiguración de los espacios públicos en los que normalmente había sido escenificada; ha supuesto, por otra parte, la ampliación de sus temas, la renovación de sus objetos de reflexión, el replanteamiento de sus tipos de escritura, y, más profundamente, la refundación de las nociones de autor crítico, de los modelos de crítico, que hasta ahora habían sostenido su práctica. Por otra parte, y esto es talvez lo más importante, también ha suscitado un replantemiento de las relaciones éticas y políticas entre autor y lector que sostenían a la crítica de arte “tradicional”.

El encierro del campo del arte en sí mismo ha dado como resultado, entonces, que los objetos de reflexión de la crítica también hayan ido cambiando. De la escritura sobre la obra de arte y los procesos creativos del artista, se pasó a la reflexión sobre los supuestos institucionales e ideológicos del campo del arte. Aunque los tópicos consuetudinarios de la crítica nunca han perdido sentido y siguen existiendo con plena validez, la práctica de la crítica de arte se fue concentrado mayoritariamente en la reflexión sobre los presupuestos políticos y sociales del arte. El discurso sobre las políticas culturales, la discusión sobre el papel del artista, del crítico y el curador, en las dinámicas de legitimación de museos, salones, galerías, colecciones, grupos creativos, la reflexión sobre los procesos de gestión de todas las instituciones de canonización pública de la imagen del artista o del prestigio de la obra de arte, así como la problematización radical de la exclusiones sostenidas por las burocracias más conservadoras del Estado y de la empresa privada y por los privilegios de clase, han empezado a circular como acciones absolutamente válidas dentro de la práctica crítica.

Así mismo, en este nuevo estadio, dentro del discurso de la crítica ha cobrado plena legitimidad el corpus teórico “posmoderno”. Aunque no se pueda hablar de una apropiación menos alienada o de una recepción menos subalterna que en estadios anteriores, sí es típico de la crítica contemporánea de arte, el hecho de que sus protagonistas hayan asimilado de forma más o menos generalizada ciertos formatos académicos de escritura asociados a este corpus. El discurso crítico rebosante de alusiones y guiños inteligentes así como de citas totalmente torpes o esnobistas a Foucault, Guattari, Derrida, Lyotard, Danto, el martirizado Benjamin, y más recientemente a los autores canónicos de los estudios culturales y postcolonialistas (Edward Said, Homi Babba, etc.), no sólo en la forma de argumentos de autoridad sino en la forma de construcción de contextos ideológicos, da la impresión de que estamos ante una crítica preocupada explícitamente por sus propios fundamentos.

Por otra parte, las relaciones entre autor y lector, dentro de este nuevo estadio de la historia de la crítica se han modificado profundamente. Gracias a la naturaleza tecnológica de los nuevos medios, el crítico de arte ha abandonado con mucha celeridad el carácter mesiánico y la vocación pedagógica de la crítica anterior; paralelamente, el lector ha aceptado con mucha rapidez un papel activo. Antes que un discurso autorizado, auto-validado y monológico, los críticos contemporáneos escriben siempre con una conciencia aguda sobre sus interlocutores; podría decirse que ahora más que nunca su escritura siempre está sobre el cuadrilátero. En consecuencia, y gracias a la ausencia del control editorial y de la autocensura ideológica propios de la prensa y las revistas, la mayoría de la crítica se escribe sin mucha autorregulación intelectual: no sólo campea la mala ortografía y el más espantoso de los estilos, también las polémicas suelen caer en los más bajos términos.

De todas maneras, a pesar de la democratización relativa del acceso al discurso público sobre el arte, la crítica no ha podido superar su aislamiento con respecto a las audiencias más amplias. La horizontalización de las relaciones supuestas por la práctica de la crítica ha corrido paralela a la ultraespecialización y ultrasegmentación de los públicos del arte. La crítica ya no está jugando el papel de validación colectiva de la obra de arte. Cada institución cultural, privada o pública, a través de sus funcionarios de relaciones públicas, convoca a un grupo de personas siempre muy regular; se podría decir caricaturescamente que hay arte para los estratos 5 y 6, para los estratos 3 y 4, para los jóvenes, para los viejos, para los ejecutivos, para los ciudadanos de primera y los de segunda —nunca para los de tercera—, para los intelectuales, etc. La crítica, en este panorama, solamente se ocupa de una parte del arte académico.

Por último, este aislamiento ha determinado que el valor político del discurso de la crítica sea cada vez más insignificante. No es extraño que el cinismo de los funcionarios haya crecido proporcionalmente a la capacidad de discusión política de la crítica. Aunque en Bogotá y algunas de las capitales de departamento, el panorama cultural empieza a verse positivamente afectado por los procesos de institucionalización de las políticas de participación democrática, fundadas por la Constitución de 1991 en relación particularmente con la administración de lo público, la crítica de arte no ha sabido capitalizar el control ciudadano que este contexto le podría permitir. Tal vez sus más grandes fracasos sean su impotencia frente al hundimiento inexorable del Museo de Arte Moderno de Bogotá y el reencauche de la versión más conservadora del Salón Nacional de Artistas.

Para cerrar este panorama, es importante recordar, en el paisaje de los años noventa y el arranque del siglo XXI, la consolidación de dos espacios alternativos, que si bien es cierto, nunca se plantearon como opuestos a los programas del Banco de la República y del Museo de Arte Moderno, si han establecido una nueva pauta que lentamente se ha ido imponiendo: se trata, por supuesto, de los programas de la Gerencia de Artes Plásticas del Instituto Distrital de Turismo de Bogotá (IDCT), y del programa de exposiciones temporales de la Alianza Francesa. El primero, bajo la dirección de Jaime Cerón, y el segundo, en primera instancia, con el liderazgo de María Iovino, Carmen María Jaramillo y José Ignacio Roca, definitivamente han constituido el espacio de entrada y validación, en particular, de las nuevas generaciones de artistas, y, por otra parte, de nuevos curadores y críticos.

Por otra parte, en este panorama no se puede olvidar la única revista de artes que sigue circulando e insistiendo en una crítica académicamente sustentada pero versátil y políticamente equilibrada: Arte en Colombia (Artnexus), en este sentido, a estas alturas se ha constituido en un patrimonio colectivo de la crítica de arte colombiana que se proyecta al campo del arte al nivel latinoamericano, no sólo como espacio de información sino de reflexión con pautas internacionales. Esta publicación, así mismo, es el espacio en el que han continuado su labor crítica autores como Germán Rubiano y en el que se ha consolidado la de Ivonne Pini, Marta Rodríguez y Natalia Gutiérrez.

Supongo que el capítulo más contemporáneo de la historia de la crítica de arte en Colombia lo protagonizan los premios de crítica de la Universidad de Antioquia, del Instituto Distrital de Turismo de Bogotá y del Ministerio de Cultura que hoy estamos lanzando. Cada uno de ellos debe ser tomado con beneficio de inventario, en particular este último, puesto que al ser planteado por una institución estatal del orden nacional debería corresponder a una política global y éticamente responsable para fortalecer el campo de las artes plásticas y visuales de nuestro país. Pero, a mi modo de ver, corresponde más a una cortina de humo que se cierne sobre un gran vacío. Es difícil creer que con este premio el Ministerio de Cultura haya empezado a imaginar la Nación del arte.

 

Bogotá, Instituto de Investigaciones Estéticas - Universidad Nacional de Colombia

16 de agosto de 2005

 

 

Bibliografía

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Ponce de León, Carolina. «La crítica de arte en Colombia (1974 – 1994)» en El efecto mariposa. Ensayos sobre arte en Colombia 1985-2000. Instituto Distrital de Cultura y Turismo, Bogotá, 2004.

Rubiano Caballero, Germán. «Los críticos, sus escritos y sus aportes» en Gran enciclopedia temática. Norma, Bogotá, 1996, tomo V, p. 522 y ss.

Serrano, Eduardo. Un lustro visual. Ensayos sobre arte contemporáneo colombiano. Tercer Mundo, Bogotá, 1976.

Serrano, Eduardo. Cien años de arte colombiano 1886 – 1986. Museo de Arte Moderno de Bogotá, Bogotá, 1985

Urrego, Miguel Ángel. Intelectuales, Estado y Nación en Colombia. De la Guerra de los Mil Días a la Constitución de 1991. Siglo del Hombre Editores – Universidad Central (DIUC), 2002, Bogotá.

 

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notas

* Este trabajo fue originalmente escrito para la publicación En la mitad del medio de la Facultad de Bellas Artes de la Fundación Universidad Jorge Tadeo Lozano.

** William Alfonso López Rosas (1964) es comunicador social y literato; actualmente es profesor del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá y candidato a la maestría en Historia y Teoría del Arte de la Facultad de Artes y Arquitectura de esta misma universidad. También se desempeña como profesor de cátedra de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Jorge Tadeo Lozano y como investigador y creativo del Proyecto ARPAT (Proyecto Artes y Patrimonios en América Latina). Además de poseer una amplia experiencia en el ámbito de la educación en museos, particularmente implementada en el Museo de Arte del Banco de la República (Bogotá) y del Museo Nacional de Colombia (Bogotá), es coautor del libro Cómo se lee una imagen: lectura de diez pinturas colombianas (UNAD, Bogotá, 1999). En los últimos cuatro años ha venido investigando los procesos de configuración de la autonomía del campo del arte en Colombia, desde la perspectiva de la historia de la crítica de arte. Los comentarios a este trabajo se pueden enviar a walopezr@unal.edu.co.

[1] Gutiérrez Girardot, Rafael. Temas y problemas de una historia social de la literatura hispanoamericana Ediciones Cave Canem, Bogotá, 1989, p.: 21.

[2] Es importante reconocer que esta historia social de las artes en nuestro país tiene algunos antecedentes fundamentales que podrían encontrarse en los textos de Eugenio Barney-Cabrera, Gabriel Giraldo Jaramillo, Marta Traba y, sobre todo, en Procesos del arte en Colombia (1978) y Los años veinte y treinta (1995) de Álvaro Medina; tal vez los dos libros más abiertamente comprometidos abiertamente con esta perspectiva, no sólo por el rigor metodológico que exhiben sino por la interpretación teórica a través de la cual vincula las prácticas artísticas con el contexto político y social.

[3] Me estoy refiriendo a la ponencia «Los públicos de la crítica de arte: apuntes sobre la historia de una práctica cultural localizada», que presenté en el V Seminario Nacional de Historia y Teoría del Arte, organizado por la Universidad de Antioquia, en el mes de octubre pasado; a la ponencia «La crítica de arte en Colombia: apuntes para la historia de una práctica cultural», que presenté en el Seminario Regional Andino sobre Crítica de Arte, organizado por el Museo de Arte de Lima, la Asociación Francesa de Acción Artística y la Embajada de Francia en Perú, el mes de noviembre pasado, y a la charla titulada «La crítica de arte en el salón de 1899» que dicté en el marco del ciclo de conferencias Tres Pintores en el Rosario, organizado por la Universidad del Rosario el pasado mes de mayo.

[4] Cf. Calabrese, Omar. Cómo se lee una obra de arte. Cátedra, Madrid, 1993, p.: 7.

[5] Cf. Ibíd.

[6] Acuña Prieto, Ruth Nohemí. Arte, crítica y sociedad en Colombia: 1947-1970. Departamento de Sociología, Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá (tesis sin publicar), 1991.

[7] Publicado en Ponce de León, Carolina. El efecto mariposa. Ensayos sobre arte en Colombia 1985-2000. Instituto Distrital de Cultura y Turismo, 2004, Bogotá, p.: 213 y s. s.

[8] Jaramillo Jiménez, Carmen María. «Una mirada a los orígenes del campo de la crítica de arte en Colombia» en: Artes. La Revista. Facultad de Artes, Universidad de Antioquia, Medellín, enero – junio, No. 7, Volumen 4, 2004, p.: 3 y s. s.

[9] Dentro de la bibliografía sobre la crítica de arte en nuestro país, es importante inventariar, además, las recopilaciones de la obra de tres figuras claves de la crítica de arte del siglo XX: me refiero a Marta Traba (Araujo, Emma –compiladora-. Marta Traba. Bogotá, Museo de Arte Moderno de Bogotá - Planeta, 1984), Casimiro Eiger (Jursich, Mario –compilador-. Casimiro Eiger. Crónicas de arte colombiano: 1946 –1963. Bogotá, Banco de la República, 1995) y Eduardo Serrano (Un lustro visual. Ensayos sobre arte contemporáneo colombiano. Tercer Mundo, Bogotá, 1976). Infortunadamente, ninguna de estas tres publicaciones está precedida por un estudio sobre la significación y el lugar de la obra de estos críticos. Sin duda son trabajos importantes por cuanto recogen muy buena parte de su obra y facilitan el acceso a su pensamiento, pero adolecen de una mirada interesada en ubicar su trabajo dentro del contexto de la historia del arte colombiano, desde la perspectiva específica de la historia de la crítica de arte. Adicionalmente, se debe tener en cuenta el ensayo de Ricardo Malagón titulado «Roberto Pizano: artista, crítico y promotor de arte» (en: Textos. Documentos de historia y teoría. Programa de Maestría en Teoría e Historia del Arte y la Arquitectura – Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, No. 1, 1999.); éste sí animado por una perspectiva analítica en la que se aborda la obra crítica del pintor bogotano. Por otra parte, a esta lista se debe sumar el trabajo de Natalia Gutiérrez, titulado Cruces: una reflexión sobre la crítica de arte y la obra de José Alejandro Restrepo (Instituto Distrital de Cultura y Turismo, Bogotá, 2000), en el que la autora configura una deontología de la crítica de arte con base en autores como Italo Calvino, Marc Augé, Jean François Lyotard, Richard Rorty y Clifford Geertz. Así mismo, es necesario sumar «Los críticos, sus escritos y sus aportes», trabajo publicado por Germán Rubiano en la Gran enciclopedia temática de editorial Norma (Bogotá, 1996, tomo V, p.: 522 y ss.). Este interesante trabajo hace referencia a la obra de importantes claves de la crítica de arte fundamentalmente del siglo XX. Quien esté interesado sobre un estado del arte a propósito de la historia de la crítica de arte en Colombia puede remitirse a mi ensayo mi tesis La crítica de arte en el Salón de 1899: una aproximación a los procesos de configuración de la autonomía del campo artístico en Colombia. Programa de Maestría en Historia y Teoría del Arte, Facultad de Arte, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2005.

[10] Giraldo Jaramillo, Gabriel. Bibliografía selecta del arte en Colombia. Editorial A. B. C., Bogotá, 1955, p.: 7 y ss. Un año antes, en 1954, Giraldo Jaramillo publicó un breve comentario titulado «La crítica de arte en el siglo XIX» (en Notas y documentos sobre el arte en Colombia. Editorial A. B. C., Bogotá, p.: 262 a 267), en el que recogió algunos apartes de los artículos escritos por Leonidas Scarpetta y Saturnino Vergara para el Diario de Cundinamarca, a propósito de la exposición que se inauguró el 20 de julio de 1871, como un ejemplo de la forma “curiosa” y “pintoresca” en que se enjuiciaba la obra de arte, durante la época. Infortunadamente, Giraldo Jaramillo no adelantó allí ninguna otra observación sobre la actividad del crítico de arte. De todas maneras, en los capítulos que acompañan a esta breve nota sobre la crítica de arte decimonónica en Notas y documentos…, se puede encontrar información valiosa sobre la forma como se fue configurando la crítica de arte en nuestro país.

[11] Medina, Álvaro. Procesos del arte en Colombia. COLCULTURA, Bogotá, 1978.

[12] Cf. Acuña Prieto, Ruth Noemí. El Papel Periódico Ilustrado y la génesis de la configuración del campo artístico en Colombia. Programa de Maestría en Sociología de la Cultura – Facultad de Ciencias Humanas – Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2002 (Tesis sin publicar).

[13] A las anteriores listas, habría que agregar, entre muchos otros, los nombres de aquellos artistas que ejercieron o han ejercido la crítica de arte —Ricardo Acevedo Bernal, Francisco Antonio Cano, Rafael Tavera, Marco Ospina, Luis Alberto Acuña, y más recientemente, Bernardo Salcedo, Beatriz González, Mauricio Cruz y Fernando Uhía—; por otra parte los nombres Carlos Medellín, Juan Gustavo Cobo, Arístides Meneguetti, Juan Fride, Eduardo Márceles Daconte y Carlos Jiménez.

[14] Cf. Ponce de León, op. cit., p. 215.

[15] Cf. Op. cit., p. 234.

[16] Cf. Op. cit., p. 236.

[17] Un texto que resume de forma particularmente ejemplar la trayectoria de los protagonistas de momentos anteriores lo ofreció recientemente el periódico de distribución gratuita Arteria; en el destacado que anunciaba la entrevista que José Ignacio Roca hizo a Alberto Sierra Maya, dice: “Desde hace más de tres décadas Alberto Sierra Maya ha sido el motor principal del medio artístico antioqueño. Curador del Museo de Arte Moderno de Medellín, editor de la Revista de arte, organizador del mítico Coloquio de Arte No Objetual, curador de la colección de arte de Suramericana de Seguros, curador del festival de Arte de Medellín, director de la galería La Oficina y, más recientemente, curador del Museo de Antioquia. Representa también la presencia antioqueña en Bogotá, pues colabora con el Museo Nacional en proyectos interinstitucionales y forma parte del Comité Asesor de Artes Plásticas del Banco de la República, Arquitecto de formación, Sierra tiene una gran capacidad de convocatoria y gestión así como un “ojo” muy certero para descubrir nuevos talentos, tanto que se puede afirmar que no hay artista importante en el arte paisa de los últimos treinta años que no hay sido mostrado por él en alguno de sus proyectos.” (Arteria. Informaciones, opiniones y todo lo que necesita saber sobre el arte en Colombia. Año 1, No. 2, julio – septiembre de 2005, Colombian Art Crafts Ltda., Bogotá p. 12) (Los resaltados son míos).

[18] Cf. Urrego, Miguel Ángel. Intelectuales, Estado y Nación en Colombia. De la Guerra de los Mil Días a la Constitución de 1991, Siglo del Hombre Editores – Universidad Central (DIUC), 2002, Bogotá, p.: 25 y ss.

[19] Cf. Rama, Ángel. Ciudad letrada. Ediciones del Norte, Hannover, 1984.

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