La crítica
de arte en Colombia: amnesias de una tradición*
por William Alfonso López Rosas**
La
necesidad histórica y hasta política de elaborar una historia
social de la literatura latinoamericana y las dificultades teóricas
e
institucionales que obstaculizan esta empresa, obligan a buscar un camino
que rompa provisionalmente este círculo. Es decir, obligan a buscar
un comienzo diferente, y éste no puede ser otro que el del recurso
a
lo que está a disposición. Y este comienzo implica un trabajo de
reconstrucción y de recuperación de lo que sobre el tema y con
acento
social se ha escrito en Latinoamérica y que ha sucumbido a la peste
del olvido y de las modas o a esa peculiar ahistoricidad
que caracteriza al
“materialismo
histórico”, también llamado “marxismo vulgar”. Esa
recuperación
tiene que ser necesariamente crítica y si no se puede reconstruir una
tradición
intelectual y política que se ha ignorado escandalosamente, sí
cabe al menos
esperar que se despierte una conciencia de la tradición que
paulatinamente
se vaya enriqueciendo con contribuciones más recientes y actuales, pues
sin una
tradición, por pobre que sea, la asimilación de lo extranjero
se convierte
en auténticos saltos en el vacío, es decir, en modas de las que nada se
asimila
y
a las que no se puede poner en tela de juicio desde una perspectiva propia,
desde una tradición menospreciada, porque la nueva moda desaloja
a
la anterior sin crítica. Por pobre que pueda ser nuestra tradición
intelectual, ella se enriquece en el proceso de asimilación
crítica de lo extranjero.
Rafael Gutiérrez Girardot [1]
Introducción: una
declaración de principios
Aunque ya en otros trabajos he utilizado el
anterior fragmento a modo de epígrafe, quiero volver a comenzar con él, puesto
que me parece doblemente pertinente: por un lado quiero rendir un modesto
homenaje al profesor Rafael Gutiérrez Girardot (1928 – 2005),
recientemente fallecido en Alemania; sin duda, con su muerte, el pensamiento
crítico en nuestro país ha perdido a uno de sus más lúcidos y valientes
intelectuales. Por otra parte, quiero volver a suscribir el planteamiento que
el profesor Gutiérrez hace en este pasaje con respecto, por supuesto, a la
necesidad de una historia social de las artes y, en especial, de la crítica de
arte, en el medio colombiano.[2]
En otros espacios y textos, he afirmado que en
Colombia la práctica de la crítica de arte sí ha existido y que, en la
actualidad, sigue existiendo.[3] Lo que no ha existido es su memoria, su
historia; sobre ella se extiende una amnesia sistemática y tenaz que impide la
construcción de una de las condiciones de posibilidad fundamentales para (i) la
superación de esa recepción subalterna del pensamiento artístico y crítico
internacional que indica el profesor Guitérrez, tan
complaciente con los saltos al vacío que nos obligan a dar los más recientes
procesos de dominación cultural y, sobre todo y más urgentemente, para (ii) la configuración de un derrotero político alternativo a
la desfiguración del campo artístico que han impulsado las últimas Ministras de
Cultura, en especial la que actualmente dirige esta cartera, y al escenario
abiertamente adverso a la cultura y a los creadores que el actual gobierno nos
está heredando, en particular, con la negociación del Tratado de Libre Comercio
a espaldas de la comunidad de creadores y, en general, con su populismo de
marcado acento mesiánico y derechista.
La intervención que tan amablemente me han
invitado a explorar los responsable de este evento, merece varias
consideraciones preliminares. En primer lugar amerita una definición de la
crítica de arte, por lo menos en un nivel operativo; en segundo lugar, plantea
la revisión, así sea breve, de la bibliografía que ha intentado construir la
historia de la crítica de arte en Colombia; y, en tercer lugar, implica el
esbozo de una panorámica de su situación actual. Estos son, consecuentemente,
los temas que desarrollaré en los minutos que vienen a continuación.
Dos definiciones de la
crítica de arte
Omar Calabrese, autor
del famoso libro La era neobarroca (1987), plantea que dentro de los estudios
históricos sobre la crítica de arte, existen al menos dos posiciones con
respecto a su definición: en primera instancia, hay una larguísima
línea de investigaciones sobre la crítica de arte en Europa, que incluye
clásicos como Literatura artística (1924) del profesor de H. E. Gombrich, Julius von Shlosser, o Historia de la
crítica de arte (1936) del italiano Lionello Ventury, que define la crítica de arte como “la
literatura sobre el arte”.[4] En este sentido, la crítica de arte aparece
como una categoría general dentro de la cual estarían comprendidas, como
subespecies, la historia del arte, la teoría del arte, la estética, las
biografías de los artistas, el comentario artístico elaborado para los medios
de comunicación, la curaduría, las opiniones que un profesor de historia del
arte transmite a sus alumnos a propósito de una obra de arte, las informaciones
y apreciaciones que un guía de museos hace a su público, etc. Por supuesto, la
materia de estas historias se concentra en aquellas subespecies con mayor
dignidad cultural; sin duda, para éstas es mucho más importante estudiar Vida
de grandes artistas (1550) de Giorgio Vasari y su incidencia en la configuración de los fundamentos
del pensamiento y el juicio sobre la obra de arte en los siglos venideros, que
detenerse sobre el comentario del periodista cultural de ocasión que apenas si
puede articular con cierto grado de suficiencia una noticia sobre la última
muestra de Fernando Botero.
Por otra parte, afirma Calabrese,
existe una concepción de la crítica de arte que está afincada en una definición
más restringida: la crítica de arte sería un hecho eminentemente moderno,
nacido en los tiempos de Diderot. De hecho, este autor
ilustrado es considerado como el primero en el ejercicio el oficio de
“crítico” o “guía” de la interpretación y evaluación de
las obras de arte coetáneas. Como corolario de esta idea, la crítica, en tanto
que arte de la interpretación, se habría desarrollado hasta nuestros días, y
estaría profundamente enraizada en los procesos de expansión del mercado
burgués del arte, la aparición de movimientos artísticos con poética concreta y
vocación de militancia cultural y, además, la divulgación multitudinaria del
producto estético en las culturas que, desde finales del siglo XVIII, se
podrían definir, con mayor o menor exactitud, “de masas” —por
lo demás, el crítico habría comenzado a influir en la opinión pública en las
páginas de los periódicos, que por aquella época se empezaron a configurar tal
como los conocemos hoy y que, además, en los siglos venideros ocuparon buena
parte del espacio público en las sociedades occidentales u
occidentalizadas—.[5]
Cualquiera de estos dos modelos, entonces,
podrían determinar la respuesta a la pregunta sobre la cuestión de la
existencia de la crítica de arte en nuestro país. Con seguridad, si tomáramos
la primera de las opciones, encontraríamos que la crítica de arte en Colombia,
ha existido y sigue existiendo incluso en las formas menos institucionalizadas
o prestigiosas en momentos particularmente críticos para el campo del arte. Si
tomamos la segunda opción, también tendríamos que estar dispuestos a reconocer
la emergencia y consolidación de una práctica cultural fundamental para la
socialización de las artes y, en especial, de las artes plásticas o visuales,
desde el momento mismo en que los salones de arte hicieron su aparición dentro
del espectro de las prácticas culturales impulsadas por las elites
intelectuales decimonónicas, sobre todo asociadas a sus concepciones sobre el
progreso y la civilización.
Paradójicamente, una gran cantidad de personas
en Colombia, incluso fuertemente comprometidas con las causas del arte y con un
alto grado de ilustración sobre sus avatares, han estado dispuestas —y
los siguen estando— a afirmar su tardío nacimiento y su muerte prematura.
Pareciera que la amnesia o el olvido profundo fueran “necesarios” o
“convenientes” para el desarrollo del arte de la contemporaneidad. La
mayoría de estas personas, por otra parte, también están dispuestas a afirmar
que la crítica de arte nació y murió con la obra que Marta Traba desarrolló en
nuestro país. Al lado de ella, aparecerían dos figuras más, la de Casimiro Eiger y la de Walter Engel, de
tal manera que esta práctica cultural habría estado monopolizada por
extranjeros y se habría extinguido apenas abandonaron nuestro territorio o
murieron. En este sentido y por inferencia, pareciera que las personas que
sostienen esta tesis también estarían dispuestas a creer que el pensamiento
crítico no es propio de los colombianos.
Pero lo cierto, lo abrumadoramente cierto, es
que la historia de la crítica de arte en nuestro país, tiene algo más de un
siglo de duración y comprende una larga nómina de prestigiosos literatos y de
autores menores, así como de lúcidos artistas y, como toda tradición, también
de tozudos papanatas que se creyeron autorizados a
hablar y reflexionar públicamente sobre el arte, sobre todo para movilizarlo,
con egoísmo, a favor de sus intereses políticos.
Bocetos para una historia
de la crítica del arte en Colombia
Aunque la historia del arte en Colombia ha
estado mayoritariamente concentrada en reflexionar sobre la obra de arte y las
aventuras artísticas de los creadores plásticos y visuales, de forma marginal,
también ha configurado un modesto pero interesante corpus bibliográfico sobre
este asunto; dentro de éste se encuentran textos como Arte, crítica y sociedad
en Colombia: 1947-1970 (1991) de Ruth Acuña,[6] «La crítica de arte en Colombia
(1974 – 1994)» (1994) de Carolina Ponce de León,[7] y «Una mirada a los
orígenes del campo de la crítica de arte en Colombia» (2004) de Carmen María
Jaramillo.[8] Sin ninguna duda estos trabajos pueden considerarse los pilares
esenciales del pensamiento histórico contemporáneo sobre las dinámicas de
configuración y desarrollo de la crítica de arte en Colombia, por lo menos con
referencia al siglo XX.[9]
La bibliografía sobre el siglo XIX, aunque
escasa también es fundamental: dentro de ella se encuentra el pequeño ensayo
titulado «Arte y crítica» que Gabriel Giraldo Jaramillo publicó en su
Bibliografía selecta del arte en Colombia (1955);[10] Procesos del arte en
Colombia (1998) de Álvaro Medina, sin duda uno de los mejores libros que sobre
arte colombiano se han escrito en la últimas décadas a cerca de la transición
del siglo XIX al XX;[11] y, por otra parte, El Papel Periódico Ilustrado y la
génesis de la configuración del campo artístico en Colombia (2002), también de
Ruth Acuña.[12]
Así, en este corpus bibliográfico se pueden
encontrar las primeras hipótesis sobre las claves y los procesos medulares de
la historia de la crítica de arte en Colombia. Sin objeción, al más reciente
texto de Acuña debemos la claridad sobre el momento fundacional de los procesos
de autonomización del campo del arte; es decir, la publicación del periódico
dirigido por Alberto Urdaneta, la fundación de
Al texto de Medina, debemos las primeras
hipótesis sociológicamente sustentadas de la historia
del arte en nuestro país, sobre la relación entre el arte y la política al
final del siglo XIX y durante las primeras décadas del XX y, sobre todo, el
rescate de los nombres y artículos de críticos como Baldomero Sanín Cano, Jacinto Albarracín
(Albar), Max Grillo, Pedro Carlos Manrique, Rubén J.
Mosquera, Gustavo Santos y Roberto Pizano, entre
muchos otros.
Al texto de Jaramillo Jiménez, debemos la
primera periodización de largo aliento que se haya
planteado sobre los procesos de configuración de la crítica de arte en el país,
y el primer contexto histórico de amplio alcance sobre la obra de críticos como
Jorge Zalamea, Enrique Uribe White,
Luis Eduardo Nieto Caballero, Germán Arciniegas, Daniel Samper Ortega,
Javier Arango Ferrer, Luis Vidales,
Clemente Airó, Juan Fride y Jorge Gaitán
Durán, entre otros.
A la primera tesis de Acuña, debemos una de las
primeras miradas abiertamente críticas sobre la obra de Marta Traba, en
particular en relación con el contexto cultural que vio abrirse el Frente
Nacional y la consolidación de una nueva elite intelectual que militaría en la
defensa del arte moderno, en particular de la pintura abstracta, y se
atrincheraría, especialmente, en la emisora HJCK y
Y al texto de Ponce de León debemos el más
valiente, lúcido y honesto análisis de la obra de críticos como Marta Traba,
Casimiro Eiger, Walter Engel,
Antonio Bergman, Eugenio Barney-Cabrera,
Francisco Gil Tovar, Germán Rubiano, Eduardo Serrano,
Galaor Carbonell, María Elvira Iriarte, Luis Fernando Valencia, Darío Ruiz, Álvaro Medina, Antonio
Montaña, Alberto Sierra, Miguel González, Darío Jaramillo, Ana María Escallón y José Hernán Aguilar.
Estos textos, entonces, han fundado un proceso
que, al parecer, sigue un curso muy interesante. Cada vez más investigadores e
historiadores del arte están volcando sus intereses sobre esta olvidada
tradición y encuentran que, sin lugar a dudas, la lista de críticos es larga, y
su obra, interesante, pero sobre todo que en ella existe una clave definitiva
para comprender los procesos contemporáneos del arte.[13] La labor que queda
por hacer está asociada no sólo al rescate de sus textos sino al estudio de sus
ideas, por supuesto, desde una crítica a los excesos de las jerarquías
axiológicas poscoloniales de la historia “moderna” del arte que,
hasta ahora, han imperado en nuestro país y, sobre todo, para la restitución
crítica de su lugar dentro de los procesos del arte en Colombia.
El pasado más reciente:
desde la cizaña hasta la web
Ponce de León, en su ensayo sobre la crítica de
arte, que abarca desde 1974 hasta 1994, describe los principales elementos de
la “crisis” que estaría viviendo la crítica de arte a mediados de
los años 90. Desde su perspectiva, el cierre de los periódicos al discurso de
los críticos estaría planteando un doble vacío cultural, ni los creadores
estaban recibiendo un reconocimiento individual significativo ni el público
estaba teniendo la oportunidad de participar en la contemporaneidad artística.[14]
Después del vació dejado por Traba, los críticos
que heredaron su legado, según la curadora, no habrían podido perpetuar los
espacios abiertos por la argentina ni consolidar los procesos de formación de
públicos para la artes que, desde la década de los años 50, ella había
impulsado. Esta situación habría sido el resultado de la confrontación de los
críticos, que durante las dos décadas anteriores no habrían consolidado las
instituciones del arte fundadas por Traba, y tampoco habrían regularizado los
procesos de construcción de audiencias impulsados por ésta. Por el contrario,
con su actitud, ellos habrían quebrado los procesos de socialización masiva y
democrática del arte, volviendo a encerrar al campo del arte dentro de un
círculo elitista y excluyente, que lentamente había minado la legitimidad de
las prácticas artísticas contemporáneas dentro del imaginario colectivo.
La emergencia del arte conceptual, sumada a la
consolidación de contextos sociológicos diferentes a los que Traba había
conocido, habrían determinado que críticos como Rubiano,
Serrano, Carbonell, González, Sierra y Valencia, entre otros, proyectaran su
trabajo desde ópticas diferentes, incluso, llevando a protagonizar tácitos
enfrentamientos con la escritora del Cono Sur. Estos críticos, antes que
insistir en una labor de crítica sistemática y en la democratización del acceso
al arte a través de la construcción de las condiciones de existencia para la
autonomía de la experiencia estética del público, habrían optado por la
organización y difusión de eventos, atrincherados en los museos de arte, desde
un modelo de crítico-curador, abiertamente contrario al que Traba había
encarnado. Desde la perspectiva de Ponce de León, el protagonismo, dentro del
campo artístico, durante los años setenta habría pasado de los artistas a los
eventos artísticos; es decir, en el fondo, a los organizadores de éstos,
concentrando los procesos de consagración del artista en los departamentos de
curaduría de los museos.
Por otra parte, según Ponce de León, a
diferencia del modelo de los críticos de arte internacionales modernistas como Clement Greenberg o Harold Rosemberg, que habían
luchado hombro a hombro con los artistas que estuvieron bajo su influencia, los
críticos de marras habrían optado por la defensa de figuras insulares. Mientras
los críticos colombianos con formación académica, intentaban construir lecturas
y valoraciones con referentes teóricos canónicos dentro de la historia moderna
del arte (Worringer, Croce,
Francastel, Panofsky, Hauser, Gombrich, Read), y los empíricos planteaban su tarea con un espíritu
ecléctico y sensible a los dictados conceptuales de las revistas
internacionales de arte, su tarea dentro del campo del arte, siempre apuntaba a
la defensa de un artista y no a la construcción de corrientes o panoramas
artísticos.[15]
Según la curadora, en particular la tarea de los
críticos empíricos también habría significado la perpetuación de una falsa
contextualización conceptual del arte nacional en el ámbito internacional, en
tanto las lecturas de los nuevos teóricos del arte siempre se habrían dado
desde un conocimiento parcial, por no decir desde una ignorancia relativa. En
lugar de constituir un verdadero y maduro cosmopolitismo, estos críticos
habrían perpetuado el snobismo teórico y, por tanto, la condición subalterna
del campo artístico colombiano.
Un factor de primordial importancia para el
análisis de la situación de la crítica de arte durante las décadas de los años
70 y 80, es la emergencia del proceso de diferenciación de los oficios,
profesiones y actividades dentro del campo artístico: al nivel de los museos,
habría aparecido la figura del curador con funciones claramente definidas; al
nivel del sector patrimonial, empezaron a formularse las primeras políticas de
preservación del patrimonio, permitiendo la profesionalización del conservador;
y al nivel de otros sectores del campo del arte, los eventos artísticos como
En este sentido, ante la ausencia de espacios
institucionalmente definidos para el ejercicio de la crítica de arte, los
críticos herederos de Traba habrían optado por su vinculación a los
departamentos de curaduría de los recién inaugurados museos de arte. Este
proceso implicaría la interdicción de su independencia y la movilización de los
museos al servicio de sus causas personales. Según Ponce de León, en lugar de
un corpus crítico, que ejerce mediante la confrontación de opiniones diversas,
ideas y tomas de posición, en el medio artístico colombiano de la década de los
80, habría prevalecido una animosidad con disfraz intelectual. Todo el campo
del arte, se habría articulado, entonces, alrededor de territorios y parcelas,
generalmente manipulado por estrechos círculos de poder que se armaban
alrededor de ciertos eventos rectores de la escena artística.
Así, desde la óptica de Ponce de León, después
del trabajo realizado por Marta Traba, quien habría cohesionado conceptualmente
a un grupo de artistas, formado un público y, en este sentido, abierto un
espacio para el arte moderno, la crítica ejercida posteriormente habría cancelado
este lugar y, en consecuencia, espantado al público y los artistas. El modelo
del crítico cizañero se habría apoderado del campo del arte, clausurando la
posibilidad de continuar con la legitimación de las prácticas artísticas al
nivel del imaginario colectivo.
El panorama actual:
metamorfosis y enfermedades de una crítica a la carta
La primera mitad de la década de los noventa,
entonces, estuvo signada por una crisis generalizada de la crítica de arte y, a
través de ésta, de todo el campo de las artes plásticas y visuales; el
aislamiento del artista y, consecuentemente, la pérdida del sentido cultural de
su trabajo al nivel colectivo, así como la perpetuación del carácter elitista
del mundo del arte y el cierre de todos los procesos de formación de públicos
para el arte, sumadas a la consolidación de un mercado del arte ligado al
lavado de activos, fueron los principales síntomas de un proceso más profundo:
la crisis del esquema de poder y de la institucionalidad que desde la década de
los años setenta ha sosteniendo a los funcionarios y artistas comprometidos con
las causas del arte moderno; es decir la apertura de un nuevo estadio del campo
del arte.
Este nuevo estadio está compuesto por varios
procesos que corren paralelos y, en muchos casos, fuertemente relacionados. Uno
de estos procesos es el relevo generacional que se empezó a gestar desde los
primeros años de la década de los noventa y ya para el arranque del nuevo siglo
estaba plenamente consolidado. Los nombres de nuevos críticos, curadores y
artistas empezaron a desplazar de la escena del arte a los protagonistas
indiscutibles de momentos anteriores; quienes nunca han dejado de concentrar
poder, por cuanto se instalaron en los cargos y funciones más fuertemente
institucionalizados del campo —piénsese, por ejemplo, en la curaduría del
Museo Nacional de Colombia, en la del Museo de Antioquia o en la jefatura del
servicio cultural del Ministerio de Relaciones Exteriores—y siguen
manteniendo una relación indirecta con la administración del arte contemporáneo
a través de su pertenencia a las juntas de adquisiciones de los bancos y
fundaciones coleccionistas.[17] Así, los nombres de María Iovino,
José Ignacio Roca, Jaime Cerón, Carmen María Jaramillo, Ana María Lozano,
Mauricio Cruz, Jaime Iregui, y más recientemente, Fernando Uhía,
Andrés Gaitán, Catalina Vaughan,
Fernando Escobar, Gabriel Merchán, Lucas Ospina, Pablo Batelli,
Pedro Falguer y Ricardo Arcos-Palma, entre otros,
empezaron a dominar la escena crítica, y ya para el comienzo del nuevo siglo
estaban absolutamente consolidados dentro de los procesos de construcción
pública del sentido del arte.
Esta nueva generación de autores, a largo de la
última década, ha venido protagonizado una silenciosa pero notoria rebelión en
contra de la dictadura que los literatos y, en especial, los poetas han venido
ejerciendo en forma larvada e institucional a lo largo y ancho del campo
cultural desde principios del siglo XX.
Aquí vale la pena hacer un pequeño excurso histórico: los historiadores de la intelectualidad
en nuestro país, han venido revelando las formas en que los hombres letrados
participaron en los procesos de construcción y legitimación de las estructuras
de dominación, en particular de los poderes políticos y económicos; en este
sentido, también han mostrado las formas de hegemonía que han tenido expresión
en el campo de la cultura. Es de particular interés para nuestro tema, el
estudio de la función que jugaron los literatos y poetas en la construcción del
discurso que sostuvo en el poder a las elites de
Desde la década de los años setenta, las
instituciones que fue configurando esta autonomía han sido, entonces, dirigidas
por literatos o por funcionarios comprometidos en algún sentido, muchas veces
consanguíneamente, con las causas literarias. A partir de la presidencia de
Belisario Betancourt, la estructura del poder dentro del campo cultural fue
definida hegemónicamente a favor de los literatos. No es casual que dos figuras
que en aquel período fueron entronizadas en sus cargos hoy continúen ejerciendo
sin ningún problema: por supuesto me refiero a Gloria Zea
y a Darío Jaramillo. De la primera, no creo que se necesario agregar nada; en
cuanto al segundo, es importante señalar que ha ejercido la más significativa
gestión para el campo de las artes plásticas desde
La nueva generación de críticos, entonces, se ha
revelado en contra del poder cultural monopolizado por los que, con Ángel Rama,
llamaríamos letrados.[19] Su origen está signado por
las teorías, problemas y lenguajes del ámbito específico de la historia y la
teoría del arte. No es casual que explícitamente hayan cerrado filas al último
y tal vez más risible llamado al orden que los literatos, en cabeza de Andrés
Hoyos, han impulsado desde la revista El malpensante.
Bien sea que hayan hecho oídos sordos al trasnochado y anacrónico anticonceptualismo del fracasado novelista o que
tácitamente se opongan a Benhur Sánchez, Héctor Abad Faciolince Juan Gustavo Cobo Borda, Antonio Caballero, o al
incuestionable Darío Jaramillo, no sólo con respecto al tipo de obras que
defienden, sino al desaliñado descuido con que escriben y al tipo de espacios
en donde publican. Mientras a los afamados y respetados escritores se
recomiendan los libros monográficos cuidadosamente editados para los públicos
más exclusivos de nuestra sociedad, nuestros nuevos críticos abren, la mayoría
de las veces con sus propios medios, los espacios públicos para sus discursos.
En este sentido, los libros que María Iovino ha logrado publicar son un ejemplo de independencia
intelectual y autonomía institucional. Tanto Óscar Muñóz:
volverse aire (2003) como Fernell Franco otro
documento (2004) constituyen las dos principales producciones bibliográficas
que se han editado en nuestro medio, no sólo por las perspectivas desde las
cuales se han abordado allí la obra de los dos artistas caleños sino por la
voluntad explícita de definir un espacio propio y autodeterminado por la
investigación crítica y curatorial.
Otro de los procesos paralelos que definen el
nuevo estadio de la historia de la crítica de arte está signado por la
recepción y adaptación de la crítica a los nuevos medios, en particular a la web. La emergencia de espacios en la red como Ojotravieso, Columna de arena, Esfera pública, y el mas
reciente blog de discusión de Catalina Vaughan, entre otros, que además de reconfigurar la
definición de lo público de forma generalizada, profunda y global, también
implicaron una redefinición de las formas de producción y recepción del arte,
del discurso crítico así como del tipo de artista y de crítico que hasta ese
momento había dominado el panorama.
Es posible que el repliegue y práctica
desaparición de la crítica del arte de los medios de comunicación tradicionales
se deba al desprestigio que ésta acumuló en las pasadas décadas, tal como lo
señala Ponce de León; pero sin duda otro factor que contribuyó a tal repliegue,
es la redefinición de la esfera pública que, bajo la hegemonía del
neoliberalismo rampante que ha dominado políticamente al mundo en los últimos
35 años, ha logrado, en nuestro país, la reconfiguración
de las industrias de la comunicación en los términos de una monopolización y
concentración del uso público de la razón. Que la crítica de arte en nuestro
país, entonces, reaparezca en la web, un medio
sociológica y antropológicamente ambiguo, pero sin duda mucho más adaptable a
los usos, retóricas y condiciones de libertad que ésta supone, no es extraño.
El “encierro” de la crítica de arte
en la web, no sólo ha determinado la reconfiguración de los espacios públicos en los que
normalmente había sido escenificada; ha supuesto, por otra parte, la ampliación
de sus temas, la renovación de sus objetos de reflexión, el replanteamiento de
sus tipos de escritura, y, más profundamente, la refundación de las nociones de
autor crítico, de los modelos de crítico, que hasta ahora habían sostenido su
práctica. Por otra parte, y esto es talvez lo más importante, también ha
suscitado un replantemiento de las relaciones éticas
y políticas entre autor y lector que sostenían a la crítica de arte
“tradicional”.
El encierro del campo del arte en sí mismo ha
dado como resultado, entonces, que los objetos de reflexión de la crítica
también hayan ido cambiando. De la escritura sobre la obra de arte y los
procesos creativos del artista, se pasó a la reflexión sobre los supuestos
institucionales e ideológicos del campo del arte. Aunque los tópicos
consuetudinarios de la crítica nunca han perdido sentido y siguen existiendo
con plena validez, la práctica de la crítica de arte se fue concentrado
mayoritariamente en la reflexión sobre los presupuestos políticos y sociales
del arte. El discurso sobre las políticas culturales, la discusión sobre el
papel del artista, del crítico y el curador, en las dinámicas de legitimación
de museos, salones, galerías, colecciones, grupos creativos, la reflexión sobre
los procesos de gestión de todas las instituciones de canonización pública de
la imagen del artista o del prestigio de la obra de arte, así como la problematización radical de la exclusiones sostenidas por
las burocracias más conservadoras del Estado y de la empresa privada y por los
privilegios de clase, han empezado a circular como acciones absolutamente
válidas dentro de la práctica crítica.
Así mismo, en este nuevo estadio, dentro del
discurso de la crítica ha cobrado plena legitimidad el corpus teórico
“posmoderno”. Aunque no se pueda hablar de una apropiación menos
alienada o de una recepción menos subalterna que en estadios anteriores, sí es
típico de la crítica contemporánea de arte, el hecho de que sus protagonistas
hayan asimilado de forma más o menos generalizada ciertos formatos académicos
de escritura asociados a este corpus. El discurso crítico rebosante de
alusiones y guiños inteligentes así como de citas totalmente torpes o
esnobistas a Foucault, Guattari,
Derrida, Lyotard, Danto, el
martirizado Benjamin, y más recientemente a los autores canónicos de los
estudios culturales y postcolonialistas (Edward Said, Homi Babba, etc.), no sólo en la forma de argumentos de
autoridad sino en la forma de construcción de contextos ideológicos, da la
impresión de que estamos ante una crítica preocupada explícitamente por sus
propios fundamentos.
Por otra parte, las relaciones entre autor y
lector, dentro de este nuevo estadio de la historia de la crítica se han
modificado profundamente. Gracias a la naturaleza tecnológica de los nuevos
medios, el crítico de arte ha abandonado con mucha celeridad el carácter
mesiánico y la vocación pedagógica de la crítica anterior; paralelamente, el
lector ha aceptado con mucha rapidez un papel activo. Antes que un discurso
autorizado, auto-validado y monológico, los críticos
contemporáneos escriben siempre con una conciencia aguda sobre sus
interlocutores; podría decirse que ahora más que nunca su escritura siempre
está sobre el cuadrilátero. En consecuencia, y gracias a la ausencia del
control editorial y de la autocensura ideológica propios de la prensa y las
revistas, la mayoría de la crítica se escribe sin mucha autorregulación
intelectual: no sólo campea la mala ortografía y el más espantoso de los
estilos, también las polémicas suelen caer en los más bajos términos.
De todas maneras, a pesar de la democratización
relativa del acceso al discurso público sobre el arte, la crítica no ha podido
superar su aislamiento con respecto a las audiencias más amplias. La horizontalización de las relaciones supuestas por la
práctica de la crítica ha corrido paralela a la ultraespecialización
y ultrasegmentación de los públicos del arte. La
crítica ya no está jugando el papel de validación colectiva de la obra de arte.
Cada institución cultural, privada o pública, a través de sus funcionarios de
relaciones públicas, convoca a un grupo de personas siempre muy regular; se
podría decir caricaturescamente que hay arte para los estratos 5 y 6, para los
estratos 3 y 4, para los jóvenes, para los viejos, para los ejecutivos, para
los ciudadanos de primera y los de segunda —nunca para los de
tercera—, para los intelectuales, etc. La crítica, en este panorama,
solamente se ocupa de una parte del arte académico.
Por último, este aislamiento ha determinado que
el valor político del discurso de la crítica sea cada vez más insignificante. No
es extraño que el cinismo de los funcionarios haya crecido proporcionalmente a
la capacidad de discusión política de la crítica. Aunque en Bogotá y algunas de
las capitales de departamento, el panorama cultural empieza a verse
positivamente afectado por los procesos de institucionalización de las
políticas de participación democrática, fundadas por
Para cerrar este panorama, es importante
recordar, en el paisaje de los años noventa y el arranque del siglo XXI, la
consolidación de dos espacios alternativos, que si bien es cierto, nunca se
plantearon como opuestos a los programas del Banco de
Por otra parte, en este panorama no se puede
olvidar la única revista de artes que sigue circulando e insistiendo en una
crítica académicamente sustentada pero versátil y políticamente equilibrada:
Arte en Colombia (Artnexus), en este sentido, a estas
alturas se ha constituido en un patrimonio colectivo de la crítica de arte
colombiana que se proyecta al campo del arte al nivel latinoamericano, no sólo
como espacio de información sino de reflexión con pautas internacionales. Esta
publicación, así mismo, es el espacio en el que han continuado su labor crítica
autores como Germán Rubiano y en el que se ha
consolidado la de Ivonne Pini, Marta Rodríguez y
Natalia Gutiérrez.
Supongo que el capítulo más contemporáneo de la
historia de la crítica de arte en Colombia lo protagonizan los premios de
crítica de
Bogotá, Instituto de Investigaciones Estéticas -
Universidad Nacional de Colombia
16 de agosto de 2005
Bibliografía
Acuña Prieto, Ruth Nohemí. Arte, crítica y sociedad en Colombia: 1947 -
1970. Departamento de Sociología, Facultad de Ciencias Humanas, Universidad
Nacional de Colombia, Bogotá, 1991. (tesis sin
publicar)
Giraldo Jaramillo, Gabriel. Notas y documentos sobre el arte en Colombia. Editorial A. B. C.,
Bogotá, 1954.
Giraldo Jaramillo, Gabriel. Bibliografía selecta del arte en Colombia. Editorial A. B. C., Bogotá,
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Gutiérrez, Natalia.
Cruces: una reflexión sobre la crítica de arte y la obra de José Alejandro
Restrepo. Instituto Distrital de Cultura y Turismo, Bogotá, 2000.
Gutiérrez Girardot, Rafael. Temas y problemas de una historia social de la literatura
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Jaramillo Jiménez, Carmen María. «Una mirada a los orígenes del campo de la crítica
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Jursich, Mario –compilador-. Casimiro Eiger. Crónicas de arte colombiano: 1946 –1963. Bogotá,
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Malagón, Ricardo. «Roberto Pizano:
artista, crítico y promotor de arte» en Textos. Documentos de historia y
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Noriega Hederich, Luis
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Humanas, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1994. (tesis
de pregrado sin publicar)
Ponce de León, Carolina. «La crítica de arte en Colombia (1974 – 1994)» en El efecto
mariposa. Ensayos sobre arte en Colombia 1985-2000. Instituto Distrital de
Cultura y Turismo, Bogotá, 2004.
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Serrano, Eduardo.
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Serrano, Eduardo.
Cien años de arte colombiano 1886 – 1986. Museo de Arte Moderno de
Bogotá, Bogotá, 1985
Urrego, Miguel Ángel. Intelectuales, Estado y Nación en Colombia. De
_____________
notas
* Este trabajo fue
originalmente escrito para la publicación En la mitad del medio de
** William Alfonso López
Rosas (1964) es comunicador social y literato; actualmente es profesor del
Instituto de Investigaciones Estéticas de
[1] Gutiérrez Girardot,
Rafael. Temas y problemas de una historia social de la literatura
hispanoamericana Ediciones Cave Canem, Bogotá, 1989,
p.: 21.
[2] Es importante reconocer
que esta historia social de las artes en nuestro país tiene algunos
antecedentes fundamentales que podrían encontrarse en los textos de Eugenio Barney-Cabrera, Gabriel Giraldo Jaramillo, Marta Traba y,
sobre todo, en Procesos del arte en Colombia (1978) y Los años veinte y treinta
(1995) de Álvaro Medina; tal vez los dos libros más abiertamente comprometidos
abiertamente con esta perspectiva, no sólo por el rigor metodológico que
exhiben sino por la interpretación teórica a través de la cual vincula las
prácticas artísticas con el contexto político y social.
[3] Me estoy refiriendo a
la ponencia «Los públicos de la crítica de arte: apuntes sobre la historia de
una práctica cultural localizada», que presenté en el V Seminario Nacional de
Historia y Teoría del Arte, organizado por
[4] Cf. Calabrese,
Omar. Cómo se lee una obra de arte. Cátedra, Madrid, 1993, p.: 7.
[5] Cf. Ibíd.
[6] Acuña Prieto, Ruth Nohemí. Arte, crítica y sociedad en Colombia: 1947-1970. Departamento
de Sociología, Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Nacional de Colombia,
Bogotá (tesis sin publicar), 1991.
[7] Publicado en Ponce de
León, Carolina. El efecto mariposa. Ensayos sobre arte en Colombia 1985-2000. Instituto
Distrital de Cultura y Turismo, 2004, Bogotá, p.: 213 y s. s.
[8] Jaramillo Jiménez,
Carmen María. «Una mirada a los orígenes del campo de la crítica de arte en
Colombia» en: Artes.
[9] Dentro de la
bibliografía sobre la crítica de arte en nuestro país, es importante
inventariar, además, las recopilaciones de la obra de tres figuras claves de la
crítica de arte del siglo XX: me refiero a Marta Traba (Araujo, Emma
–compiladora-. Marta Traba. Bogotá, Museo de Arte Moderno de Bogotá -
Planeta, 1984), Casimiro Eiger (Jursich,
Mario –compilador-. Casimiro Eiger. Crónicas de
arte colombiano: 1946 –1963. Bogotá, Banco de
[10] Giraldo Jaramillo,
Gabriel. Bibliografía selecta del arte en Colombia. Editorial A. B. C., Bogotá,
1955, p.: 7 y ss. Un año antes, en 1954, Giraldo
Jaramillo publicó un breve comentario titulado «La crítica de arte en el siglo
XIX» (en Notas y documentos sobre el arte en Colombia. Editorial A. B. C.,
Bogotá, p.:
[11] Medina, Álvaro.
Procesos del arte en Colombia. COLCULTURA, Bogotá, 1978.
[12] Cf. Acuña Prieto, Ruth
Noemí. El Papel Periódico Ilustrado y la génesis de la configuración del campo
artístico en Colombia. Programa de Maestría en Sociología de
[13] A las anteriores
listas, habría que agregar, entre muchos otros, los nombres de aquellos
artistas que ejercieron o han ejercido la crítica de arte —Ricardo
Acevedo Bernal, Francisco Antonio Cano, Rafael Tavera,
Marco Ospina, Luis Alberto Acuña, y más
recientemente, Bernardo Salcedo, Beatriz González, Mauricio Cruz y Fernando Uhía—; por otra parte los nombres Carlos Medellín,
Juan Gustavo Cobo, Arístides Meneguetti, Juan Fride, Eduardo Márceles Daconte y Carlos Jiménez.
[14] Cf. Ponce de León, op. cit., p. 215.
[15] Cf. Op. cit., p. 234.
[16] Cf. Op. cit., p. 236.
[17] Un texto que resume de
forma particularmente ejemplar la trayectoria de los protagonistas de momentos
anteriores lo ofreció recientemente el periódico de distribución gratuita
Arteria; en el destacado que anunciaba la entrevista que José Ignacio Roca hizo
a Alberto Sierra Maya, dice: “Desde hace más de tres décadas Alberto
Sierra Maya ha sido el motor principal del medio artístico antioqueño. Curador
del Museo de Arte Moderno de Medellín, editor de
[18] Cf. Urrego, Miguel Ángel. Intelectuales, Estado y Nación en
Colombia. De
[19] Cf. Rama, Ángel. Ciudad
letrada. Ediciones
del Norte,