Debate Altermodernidad / Decolonialidad (segunda Parte)

La contemporaneidad es el lugar de los fragmentos culturales configurando una suerte interminable de posibilidades para entender un presente escurridizo. Un espectro considerable de variables manipulado por diferentes atmosferas que se superponen aleatoriamente, desafiando cualquier lógica que la razón pueda inventar. Es un dispositivo que redime los territorios del silencio después de la experiencia colonial, donde cada fracción de identidad busca articularse a una cadena de relaciones conectadas a un eco sistema cultural que por primera vez se ve a sí mismo como parte de un todo, entrelazado a partir de concomitancias autónomas que provoca la globalización desde lo racial, lo político, lo económico y lo estético, es decir, desde la cultura.

La contemporaneidad es el lugar de los fragmentos culturales configurando una suerte interminable de posibilidades para entender un presente escurridizo. Un espectro considerable de variables manipulado por diferentes atmosferas que se superponen aleatoriamente, desafiando cualquier lógica que la razón pueda inventar. Es un dispositivo que redime los territorios del silencio después de la experiencia colonial, donde cada fracción de identidad busca articularse a una cadena de relaciones conectadas a un eco sistema cultural que por primera vez se ve a sí mismo como parte de un todo, entrelazado a partir de concomitancias autónomas que provoca la globalización desde lo racial, lo político, lo económico y lo estético, es decir, desde la cultura.

Si la posmodernidad evidenció un centro y una periferia que por primera vez se disputaban el territorio de las diferencias a partir del fin de los grandes relatos, en la contemporaneidad se avizoran las estridencias de los microrelatos, tanto públicos como privados.

Sin embargo, la experiencia histórica se nutre de visiones monoculturales construidas y elaboradas desde la perspectiva eurocentrista. Si no se es europeo, con seguridad el pasado social contiene trazas irresueltas frente al altar problemático de la identidad.

Este eje europeo amplió sus fronteras incorporando a USA, en una suerte de frontera expandida que añadió a sus distancias geográficas la ideología imperialista. Por lo tanto, la mirada bi focal que ofrecen dos posturas diferentes como son la Altermodernidad/Decolonialidad ubica al observador, por igual, en orillas diferentes para contemplar el río discontinuo de oportunidades sobre las que fluye el presente.

El debate esboza la revisión del arte contemporáneo bajo la lupa del fenómeno de la globalización donde temas como la identidad, el multiculturalismo, el nomadismo, la desterritorialización del sujeto, los sistemas de conceptualización y producción sin miramientos a especificidades identitarias porque el lugar de observación es múltiple y sin fronteras, hacen que las contraposiciones de estas dos posturas sirvan de marco operativo para entender mejor una necesaria solución a las paradojas que plantea el debate

El discurso altermoderno es un sujeto que habla desde Europa, es decir, las fronteras de su movilidad se ubican en la historia de la cultura occidental, respondiendo con fidelidad a un pasado que se mueve desde una posición dominante, rigurosamente segura de un sentido de verdad construido a partir de un aparato ideológico que la máquina capitalista ayudó a elaborar como plataforma cultural de dominio.

Cuando Nicolas Bourriaud expresa en su manifiesto que el mestizaje ha dejado atrás a la multiculturalidad y la identidad; los artistas parten ahora de un estado globalizado de la cultura… no hace sino desplazar el debate hacia un lugar que evita revisar primero las condiciones de esas identidades, al borrarlas de un plumazo a partir de la condición globalizada. Es precisamente ese mestizaje, ausente en nuestra condición, el que ha de ser construido para poder llegar a una situación post multicultural. Este mestizaje, por supuesto, no se liquida en el simple terreno de las mezclas raciales sino que debe provocar un descentramiento en las férreas estructuras del poder económico de la cultura blanca latina dominante, heredera tradicional de un viejo esquema que nació a partir del proceso de colonización, y que hunde sus raíces en la tradición europea.

Este es el quid del asunto que marca la diferencia entre estos dos tipos de discursos. Mientras la Altermodernidad se ubica desde un interior eurocentrista, asociado a ese carácter monocultural que gobierna nuestra sociedad, el Decolonial intenta elaborar un discurso que trasciende las estrechas definiciones de la temporalidad de dominio.

¿Es posible otras estéticas? ¿es posible unos modos de pensar diferentes? ¿otras religiones? ¿otras economías? ¿otras formas de entender el arte por fuera de la mal llamada historia universal? Ese es precisamente el reto decolonial.

El aspecto histórico añade otro elemento importante en la discusión porque hace énfasis en su genealogía estructural, desde posturas claramente diferenciadas. Y si se acepta el elemento histórico, entonces el tiempo entra a jugar un papel determinante en la configuración del territorio desde estas dos perspectivas dialécticas. El pasado y el presente se levantan como dragones que se disputan un lugar común que puede ser construido mediante la afirmación o la negación de uno de ellos.

La postura altermoderna plantea frente a la historia una desterritorialización del sujeto, dominada por una condición nomádica propia de la globalización. Así como los mercados financieros viajan incesantes, buscando nichos de inversión que se ajusten a su lógica reproductiva del valor económico, la historia como un sujeto activo que produce instancias para circular por la modernidad, se deshace en diferentes categorías reproduciendo formas que recuerdan la división en clases de la sociedad capitalista investigada por Marx. Aquí en este punto los estudios subalternos juegan un rol importante, en la medida que analizan las heterotemporalidades por fuera de los sistemas culturales asociados a las fuerzas dominantes.

El nomadismo y la estructura laboral del programador y el DJ se mimetizan en el planteamiento que Bourriaud desarrolla desde la experiencia estética, ofreciendo un relato que da cuenta sobre la condición del individuo a comienzos del siglo XXI mediado por la globalización cultural, e inserto en una economía dominada por un capitalismo que desconoce fronteras e identidades nacionales para actuar, provocando una suerte de estandarización sofocante en donde el artista actúa sobre unos hilos delicados que las culturas locales mantienen, y que salen al encuentro del nomadismo propio del artista viajero que ya no se siente atado al determinismo geográfico.

Bourriaud propone una sociedad radicante, aquella capaz de adaptarse a los flujos económicos, sociales, políticos y culturales que produce la globalización, con la capacidad de crear resistencias y generar debates críticos desde sus propios modelos de operatividad, es decir, desde un lugar que ya no está sujeto a una memoria colectiva sino que se desarrolla desde instancias pasajeras, como instantáneas que capturan el intervalo de lo transitorio, de aquello que se deshace en categorías en donde la historia y la geografía del recuerdo entorpecen la visión fugaz que un momento puede ofrecer sobre la identidad de un espacio determinado, a partir de la idea de que esa identidad ha sido reconfigurada a la luz de los encuentros con la universalización de los dialectos locales. El intercambio que genera la globalización sacude esos dialectos domésticos, afectando su pureza.

La especificidad cultural de los lugares históricos, con visos de resistencia, pueden contener los elementos que permitan a determinadas sociedades emergentes, incrustar sus discursos en la historia dominante, sin que la insistencia en su rememoración sea vista como simple nostalgia de un pasado glorioso que tal vez no existe.

Mientras la decolonialidad busca estacionar a las sociedades emergentes desde una instancia que auto revisa la historia para depurar su pensamiento de los vestigios de la condición del colonizado, el radicante Altermoderno integra los valores del pasado sin determinismos que atrasen su vocación por el movimiento y el desplazamiento. La decolonialidad en este caso echa raíces en un punto fijo del tiempo para revisar su pasado y liberarlo del trauma colonialista. La Altermodernidad toma al pasado impunemente, no con la pretensión de mirarlo como un estado ineluctable, sino de apropiarse de el y tomarlo como una pieza más de un futuro que se construye ahora, desprendido de determinismos históricos. Antes que dar un paso cualquiera, el decolonialista exige una reconstrucción del pasado para poder avanzar, mientras el Altermoderno continúa su recorrido restituyendo al pasado su carácter volátil, en una especia de amnesia positiva que se apodera del nómada.

Para unos, la memoria es la fuente para entender lo que somos y pretendemos ser, para otros el olvido es una deliciosa herramienta para huir del carácter repetitivo de las estructuras del trauma.

La paradoja de la memoria y el olvido, como instancias enfrentadas al momento de configurar las posibilidades del sujeto como construcción histórica inmerso en una configuración social del presente, deja abierto un espacio que ofrece posibilidades desde cada una de sus lógicas.

Cuando se toma al pasado como el objeto de análisis donde se pueden encontrar las claves que definen el presente, la materia que lo constituye regresa de manera elusiva a la conciencia mediante las formas que ha creado el dolor, como un elemento que señala la ausencia de algo. Es decir, este último no es la causa que lo provoca sino su resultado como síntoma, el cual evoca con su presencia un mensaje que permanece subrepticio y ese mensaje es la memoria oculta, elusiva, aquella que se resiste a aparecer en el presente revelando los contenidos de un pasado crítico. Es en este ocultamiento donde ejerce la especial fascinación que provoca en el sujeto que observa su comportamiento. Las claves de su origen no son el dolor, porque este apenas es su rastro.

En el olvido y la relativización del territorio, pareciera estar la clave para superar la herida colonial, sugiere por momentos el sujeto nomádico. Asunto este que resulta intolerante, al momento de evidenciar la inevitable presencia del pasado y la deuda que se tiene al problematizar los fenómenos asociados a la identidad.

¿Cómo reaccionan los artistas locales frente a estos imperativos? ¿es posible la integración sin antes resolver la cuestión de quiénes somos?

Existe una vieja tendencia que aún genera resistencia al interior de sociedades como la colombiana y es elaborar proyectos multiculturales que le puedan ofrecer al conjunto de sus asociados igualdad de oportunidades en todos los niveles sociales: educación, salud, vivienda, servicios públicos, derechos civiles y culturales, etc.

Las actuales circunstancias aún se presentan con hechos que no permiten un desarrollo equilibrado en tales propósitos. No hay que olvidar que este país ha sido construido igualmente, con el esfuerzo de la población indígena y Afrodescendiente, históricamente sometidas a labores discriminatorias y mal remuneradas.

Para el caso colombiano, el tema de la identidad, de cara a los procesos de globalización, tiene un imperativo cuasi que trascendental. No en vano, la fractura social, es apenas el reflejo de una profunda desestabilización que tiene como sustento los problemas de identidad.

Desde los comienzos de la república, el país creció sobre los cimientos institucionales heredados de la colonia y creados por el poder imperial español. Las castas dominantes de herencia española, fueron simplemente sustituidas por castas criollas que replicaron el modelo existente, a partir de la introducción de reformas francesas y estadounidenses que nunca se plantearon las maneras y metodologías para incorporar a las culturas subalternas como fueron los indios, negros y demás tipologías étnicas, dadas a partir del mestizaje. Se instituyó entonces un modelo social monocultural.

Es en el marco amplio de literatura crítica, desde los estudios poscoloniales, la multiculturalidad, los estudios culturales, subalternos y decoloniales, donde se puede situar un abanico interesante de resistencia frente al tradicional consumo pasivo de producciones culturales europeas y norteamericanas.

La condición asimétrica desde el orden económico en que se producen estas corrientes del pensamiento eurocentrista en cuanto al lugar de producción diferente al de su consumo, son implementadas por parte de elites urbanas asociadas a la academia que no tienen en cuenta su aplicación práctica sobre el contexto social en donde se busca implementarlas.

La raíz de estos desajustes proviene de un contexto cultural que se ha negado a elaborar un proceso de auto reconocimiento, a partir de las otras experiencias formativas que nutren su existencia. Las culturas indígenas, la cultura afrodescendiente, los tipos culturales a partir de la mezcla de razas hispano descendientes, indígenas y negras, que han formado un crisol que estética, política ni institucionalmente existe.

Esta es una cultura que a pesar de ser mixta, la única voz que gobierna es la institucionalidad inspirada en viejas formas de discriminación que perviven desde la colonia. En este caso, no me refiero exclusivamente al marco legal que rige la convivencia de los agremiados, expresada en la constitución política de 1992, que pretende incorporar esa multiplicidad cultural que subsiste latentemente en la sociedad colombiana en términos políticos.

La negación cultural de estos otros elementos que se integran al tronco familiar de los blancos latinos descendientes de españoles, con fuertes raíces indígenas y negras, persiste como una forma de racismo soterrado en algunos casos y explícito en otros.

Existe en el entramado dominante de los blancos latinos, una tradición que se inspira en una fuerza nacionalista pura que partió de cero al heredar el proyecto de la modernidad europeo, incorporando en sus capas de influencia viejas formas de discriminación hacia lo indígena y lo negro.

Las tradiciones ancestrales o subalternas reñían entonces con el proyecto de modernidad y la necesidad de insertar el país en las corrientes dominantes mundiales cultivadas desde el eurocentrismo.

Probablemente la tarea resida en observar la evolución moderna que han desarrollado las culturas subalternas y la manera como han incorporado sus nichos culturales en el conjunto de valores de las especificidades dominantes.

No creo que la mejor manera de integrar los diferentes puntos que convergen al centro de una posible identidad no traumática resida en el rescate nostálgico de los saberes de un pasado tribal, como pueden ser los casos del indigenismo o el africanismo.

Pero sí es cierto que aún persisten vacíos de espacios concedidos a las voces alternativas que hablan desde una perspectiva diferente al eurocentrismo dominante con que se ha construido la modernidad local.

En la medida que persista este silencio, es difícil rastrear las maneras y formas con que este pensamiento alternativo asimila y desarrolla su propio proceso de modernidad.

Abrir este espacio es permitir la emergencia en donde confluyen diferentes procesos de modernidad que probablemente contengan las lógicas sustantivas de estas cosmogonías, en apariencia irreconciliables.

Pero antes, es importante reconocer la necesidad de estructurar saberes académicos que respeten estas diferencias y aquí reside una problemática crítica, cuando el estudiante negro o indígena enfrenta su proceso de adiestramiento académico sometido a modelos que toman la historia del arte europeo como el modelo único en donde se dan las expresiones de la cultura visual en términos históricos.

Primero es un fortalecimiento de las especificidades estéticas que desarrollaron estas civilizaciones alternativas y después, la manera en que han evolucionado y su capacidad de diálogo con los dialectos de las expresiones dominantes en un escenario de encuentros multiculturales.

Por ejemplo, cuando el artista de origen negro o indígena entra a una facultad de artes, no encuentra saberes que se asocien con las consideraciones específicas de sus tradiciones culturales en el campo estético. Cuáles fueron las evoluciones simbólicas en ese campo que tienen las culturas africanas e indígenas y la manera en que han evolucionado dichos saberes a la luz del proceso de modernidad a que han sido expuestos dichos saberes? ¿Dónde está la estética africana, dónde la estética indígena? ¿Aparecen incluidos en los programas académicos de las facultades de arte? De ahí se desprende la interesante idea de desarrollar modelos pedagógicos por fuera de la academia, como instancias alternativas de producción de pensamiento ajenas a la formatividad dominante.

Cuando Nicolas Bourriaud expresa que la posición actual desde la cual el sujeto sensible inicia su estar en el mundo, lo hace desde una “condición cultural globalizada”[1 está negando unas herencias en tránsito, es decir, en construcción, y que el fenómeno de la globalización ahoga ¿Cómo se puede construir una nación multicultural si se desconocen las trayectorias genealógicas que la conforman?

En la entrevista mencionada Bourriaud habla de una modernidad construida bajo el protagonismo del eurocentrismo occidental empoderado por el régimen imperialista que sus principales socios desarrollaron. Una vez aparece el concepto posmoderno, la periferia emerge al encuentro de este centro dominante estableciendo relaciones más horizontales, menos jerárquicas, pero insistiendo el pensamiento periférico en la necesidad de estructurar y reafirmar sus saberes para entablar un diálogo más equilibrado con los antiguos regímenes colonialistas. En el concepto altermoderno, ya el centro y la periferia no aparecen como entidades separadas reafirmadas en procesos de identidad mutuos que la posmodernidad estimuló, sino que se da una mezcla intercultural a partir de una matriz que procede como efecto de la globalización y la irrupción de las neotecnologías de la comunicación que permiten el acceso a la información en tiempo real sin importar las fronteras geográficas, culturales o sociales.

Existe de otra parte, la revisión de este debate y sus alternativas a la luz de los elementos que aportan la desterritorialización de la obra de arte de su espacio natural representado en el cubo blanco.

Debo admitir acá unas posturas difíciles por parte de Walter Mignolo cuando exalta la postura decolonial como un elemento que dinamiza el valor del museo, al sugerirlo como un espacio contenedor de simulaciones para deconstruir el lenguaje colonial, desde una perspectiva que explora a los objetos de representación sin valorar el espacio del museo como una entidad de la modernidad ilustrada, es decir, admite su validez como centro de operaciones para instaurar su discurso sin examinar el rol que ocupa como un lugar de dominación.

En un tiempo, desde finales del siglo XVIII, la galería fue el espacio natural para exhibir las obras de arte producidas por el artista.

En la literatura post conceptual la teoría del cubo blanco asociada a la producción de valor y la discusión estética que provoca por fuera del tiempo y el espacio real, permitió observar la ideología que se esconde detrás del acto expositivo controlado por la arquitectura del lugar y las relaciones que esta arquitectura establece con todo el engranaje funcional del sistema.

Hoy en día, mediante la ruptura de la línea fronteriza entre el espacio artificial de reflexión controlada que producía el cubo blanco y el espacio de lo real controlado por las fuerzas políticas y económicas especialmente, la obra de arte mantiene un permanente desplazamiento entre estos territorios autónomos.

A la expresión “cubo blanco” valdría la pena contraponerle entonces otra fórmula que comprenda las nuevas circunstancias que se generan a partir de la migración del discurso artístico al espacio público.

Esta expresión podría ser el “poliedro gris” para referirse a la multiplicidad expositiva que ofrecen los espacios públicos de todo orden.

El artista contemporáneo encuentra los materiales con los que articula sus vocablos en la red intangible de expresiones que circulan en el espacio cultural de lo público.

Me refiero a unos materiales que están cargados de especificidades simbólicas antes que físicas.

Durante la caída del muro de Berlín que significó el posterior colapso de la Unión Soviética y del sueño comunista, la metadiscursividad epistemológica de los grandes relatos que señaló Lyotard vio por igual su desintegración. La posibilidad de construir grandes edificios ideológicos que albergaran la multiplicidad de lenguajes y vocablos sociales, dejó de ser una posibilidad real.

Ante este vacío, los sectores marginales descubrieron la eventualidad de defender aquellos microrelatos que habían estado por fuera de los discursos totalitarios, unitarios, homogénicos y eurocentristas que pretendían incluir todos los modos de pensar, sentir y actuar sin distingo de razas, sexualidades, clases sociales o ideologías suaves.

No es de extrañar entonces esa gran preocupación del arte actual por registrar lo político, lo económico, lo social, en sus elaboraciones expositivas, como una manera de recoger un vacío que creó la ausencia de meta relatos epistemológicos, en la medida que estas grandes elaboraciones tomaban al sujeto histórico por un todo y asociado a una construcción social elaborada desde una especificidad geopolítica.

El discurso reivindicativo se trasladó a micro esferas que nunca estuvieron en el ordenamiento de los grandes relatos, porque estos tomaban a la masa social como un complejo unitario, sin discriminar en las latencias singulares que describían diferencias más allá de la condición de clase social por ejemplo o de las condiciones subjetivas que intervienen en los grupos sociales minoritarios.

¿Puede esta situación explicar la migración de la discursividad del arte al territorio externo del cubo blanco, es decir, el espacio social como un poliedro gris?

Es muy probable que estos hechos hayan impulsado la rebelión de los artistas en contra de un lugar que idealiza las reivindicaciones al crearles un teflón de mediación entre la demanda y la manera en que estas son exhibidas, es decir, su instrumentalización como mercancías sensibles para el consumo.

Aparece entonces la pertinencia del espacio público y la operatividad generada por las instancias que conforman al mismo espacio público que nutren entonces ya no solo los conceptos, sino que conforman los medios y los materiales con que el artista elabora su discursividad.

La vieja idea del medio como un elemento que articula el discurso aparece perdiendo de manera gradual su carácter de especificidad tangible, sobre la cual el artista modela un objeto físico para comunicar los planteamientos que interesan al sujeto artístico.

Esta cada vez mayor integración entre el discurso y el medio o contenido y forma hacen aparecer la comunicación como esterilizada por un componente que ha sido clave para la historia del arte: la especificidad de los medios empleados por el artista y toda la literatura formal que esta ha producido y de la cual depende buena parte de la articulación del sistema de comunicación que crea el objeto, el concepto y el espacio de diálogo que estas instancias provocan en el espectador.

Cada vez se hace más evidente que el medio que propone el artista no es ese elemento físico que él emplea para comunicar sus estrategias, sino que estos residen en la selectividad que él hace desde el cuerpo social para crear este diálogo en el espacio abierto de la cultura, con sus valores intangibles que son los que con mayor propiedad se adentran en las claves que subyacen en las metáforas sociales que el artista señala mediante sus proposiciones.

Se puede decir que desaparece el medio como corporeidad que asume un lenguaje con sus valores de signo que comunican las certezas y desaciertos de la sociedad que habita el hombre sensible, mientras que apela a la discursividad del arte para transmitir sus intuiciones sociales y culturales.

En la descarga objetual, esa conversión del señalamiento sobre una entidad física oponía una especie de responsabilidad comunicacional sobre el objeto físico en cuestión y el crítico tomaba los elementos del objeto como constitutivos del contenido a comunicar.

Es frecuente encontrar que la relación entre el medio que contiene al discurso y las fuentes que motivan estos señalamientos de orden social, político, cultural o económico aparezcan intrínsecamente relacionados, haciendo que la estructura del objeto signo sea más endeble, menos protagonista de la verdadera dimensión de la comunicación que se busca establecer con el público y de ahí esa continua insatisfacción que provoca la lectura contemporánea del arte.

Las claves ya no residen en el medio físico que se muestra a los ojos del espectador, porque estas están cada vez más entrelazadas con el espacio social de donde son extraídas, en una suerte de amalgama entre discurso y cuerpo del mensaje.

En el pasado ese cuerpo era lo que llamábamos obra de arte, es decir el objeto como mercancía estacionada sobre una banda en movimiento dentro de una cadena de producción y circulación para un público consumidor. Pero en este momento, la obra ya no depende tanto de su articulación como objeto/mercancía porque sus valores objetuales son extraídos de una base amplia de elementos que reposan en la cultura y que, paradójicamente, son en su mayoría elementos intangibles.

Por ello, ese sustento que nutre al artista no se puede ver como el concepto que se extrae de un fenómeno determinado de la sociedad para ser traducido en un objeto físico llamado obra de arte, porque el concepto es a su vez, un medio, una especificidad determinada que circula como valor cultural y que puede ser visto como objetualidad intangible.

Es en esta traducción donde reside la distancia que separa al público de las propuestas radicales que desarrolla el arte actual. Y es posible que la lógica de la traducción esté viciada en la medida que la posibilidad de traducción esta negada si tenemos en cuenta que la objetualidad de la cultura no resiste su aculturización en un medio físico ajeno que solamente se valora a partir de su carga simbólica para expresar algo que no está ahí, que no reside en su interioridad.

Algunas obras apelan a la carga simbólica que les es transferida y otras se acercan a la realidad del espacio que quieren comunicar. Pero no hay que olvidar que la naturaleza de la observación, es decir, el objeto observado es una especie de objeto cultural vaciado de representación física.

La naturaleza de las cosas que observa el artista no son valores evidentes, tangibles, sino que permanecen desprovistos de un cuerpo pero están habitados por el alma de una cultura que se expresa en lo social, lo económico, lo político, en la sexualidad de los géneros, etc.

El acto de esta observación provee los medios que nutren el discurso, pero ya no solo de manera teórica, sino que ahí mismo, en esos cuerpos culturales que no son evidentes están también los medios que articulan físicamente sus “obras”, sólo que estas apelan a una materialidad que se ven forzada a tomar de los inventarios físicos que le ofrece su entorno social.

Es posible que el artista logre alinear la concomitancia cultural de un objeto físico que utiliza como medio y la relación que se da con las extracciones culturales que él analiza y observa en su espacio social, sin que por ello se falsee la retórica de la traducción en la habilidad sospechosa del truquismo simbólico.

Porque en estas interrogaciones se da el conflicto sobre la validez material que tiene el acto de observación más allá que este resida en unos medios físicos que adquieren la sanción social de obras de arte. Porque insisto en que lo observado es ya un acto de aprehensión real pero invisible, y en la renuncia cada vez mayor de metaforizar esta mediación, reside la validez de ver lo observado como un acto que contiene sus propios medios, además de los conceptuales.

La pregunta difícil reside entonces en la importancia de aceptar la materialidad que adquiere desde una instancia que no soporta una realidad aprehensible físicamente, sino que el entramado de las configuraciones culturales de todo orden se convierten en sustancias directas que permean la discursividad del artista con una fuerza extraordinaria, empujando la representación simbólica hacia un espacio que se funde con las fuentes que son su inspiración.

Este problema entre presentación y representación se hace presente cada vez que se discute el filtro de la imagen como sustituto simbólico de la matriz cultural que inaugura el acto creativo en el artista.

Pero en algunas discursividades la imagen se parece cada vez más a la matriz de donde deviene, disminuyendo la simbolización y acercando su interrogación al espacio de lo real en el mismo espacio de lo real.

La esfera del arte entonces se convierte en activismo político, una fórmula cada vez más presente pero menos efectiva poéticamente, es decir, la metáfora desaparece.

Sin embargo, queda la pregunta sobre la efectividad que ello encarna en la medida que ofrece la doble posibilidad de que estemos ante una poética de lo real, cuando se advierte y se crean unas instancias de reflexión que el artista hace, pero que permanecen por fuera de los espacios de discusión y de observación instalados en las disciplinas que manipulan y controlan el lugar señalado por el artista. Es fácil encontrar ejemplos donde el artista subvierte los límites de su propia disciplina para echar mano de la posibilidad interdisciplinar.

En un ámbito donde la sociología gobierna con las herramientas de su profesión, el artista señala el lugar extraño, raro, inobservado por el científico social, desentrañando posibilidades que el rigor formal desecha por inoportuno y en ello reaparece la carga simbólica instaurada ya no sobre un cuerpo objetual llamado obra de arte sino directamente en el espacio real de la cultura. Y es precisamente cuando esto ocurre que la materialidad encuentra su oficio en los lenguajes verbales y emocionales ocultos conque la vida social articula sus maneras y formas inscritas en los órdenes que gobiernan su existencia.

Ya no basta entonces en creer que el acertijo de la comunicación que transmite el arte está en la metáfora extra que genera el objeto como mercancía sino en aquellas trazas que esta señala en otra forma de materialidad que existe: la red cultural de entrelazados políticos, sociales y económicos.

La situación más compleja que genera este señalamiento se tramita en las fuentes que originan lo que el artista plantea y los modelos operativos y de producción para diseñar el acto comunicacional entre obra de arte y público.

En algunos casos las fuentes culturales poseen una matriz figurativa, por ejemplo, cuando se reseñan actividades representativas de algún tipo de tradición en el espacio social y que pueden ser objetivadas mediante un registro fotográfico. Este tipo de señalamientos pueden ofrecer una traducción en modelos que articulan un discurso objetual amparado en la tradición que ofrece el arte actual: pintura, video, instalación, performances y otros tipos de herramientas que entrelazan el acto observado y su conversión en valor comunicacional mediante el objeto simbólico.

Sin embargo, el desafío es mayor cuando se habla de exploraciones intangibles que circulan en esa relación entre espacio cultural e intuición del artista que observa, sin que estas puedan ser mediadas por algún mecanismo de registro evidente. En esta situación específica el medio no es aquel material físico que ejerce la responsabilidad de traducir la observación del artista, mediante un sistema comunicacional llamado obra de arte para objetivar la sentencia de lo no dicho y que el artista captura como asunto crítico desde el espacio cultural.

Es precisamente en esa circulación de información que se da desde la cultura hacia el artista que este encuentra los materiales físicos que hacen visible su aprehensión de algo que no está descrito como modelo de comunicación, pero que ejecuta su cometido al provocar una simbiosis entre el acto observado y el medio que lo comunica.

Ahora bien, en esta afirmación más que obvia, se puede definir una tendencia que me interesa bastante: cuando los medios del acto comunicacional son tomados directamente de la fuente que lo provoca para mantener una fidelidad extrema entre el acto observado y las posibilidades que este provoca como medio de reflexión de un hecho cultural dado pero que se desata, es decir, se resuelve, a partir de las particularidades propias en los que el acto observado se desenvuelve u opera.

Existe una vieja dependencia entre lo que se quiere comunicar y el medio para comunicarlo, como una instrumentalización que convierte este acto en una mercancía que asume las posibilidades o no de que este se cumpla, mediante los rituales de aceptación mediados por el público, la crítica, la prensa informada y los factores de poder que afectan los sistemas de circulación y consumo.

Esta instrumentalización permite que el arte circule en un espacio social controlado, es decir, el locus del arte, que asumido en un sentido literal está constituido por todos aquellos agentes que conforman el campo en el sentido Bourdiano, algunos con mayor o menor poder para afectar la validez de esa circulación y su efectividad para incrustarse en lo que es leído como sistema de información al interior del medio.

Esta reserva que el medio guarda para sí como mecanismo de autonomía y que garantiza su existencia, se ve seriamente afectada por aquellas manifestaciones radicales que trazan su operatividad al tomar como medios de expresión a los propios sujetos de observación, generando opciones de operatividad por fuera del campo y estrechando al máximo los conceptos interdisciplinarios, multidisciplinarios y transdisciplinarios al que apuntan ciertas prácticas artísticas contemporáneas.

Esta idea de operar por fuera de su propio campo encuentra en el arte a un vocero que desde hace tiempo se atreve a cuestionar y en algunos casos, destruir, las formalidades que regulan y controlan su sistema de operatividad al interior de un cuerpo de conocimiento dado a partir de técnicas de enunciación, por ejemplo, los problemas de luz y color en la pintura, el uso adecuado de nuevas tecnologías en el video arte o el conocimiento en programación del web art.

Se podría argumentar a partir de estos señalamientos dos mecanismos de operación para el medio artístico: una, marcada por una tendencia a operar al interior del campo y que usa la infraestructura dada por el sector para producir, circular y generar consumo de sus mercancías en un espacio que le asegura un mercado tanto de lectores como de compradores. Este tipo de producciones mantienen una relación conservadora con las posibilidades de que el arte traspase sus propias fronteras de operatividad y contemplan a la sociedad como un sujeto pasivo al que hay que intervenir desde la maniobrabilidad que alcanza el objeto de arte como sistema de comunicación dentro del campo estético.

Existe otra, más radical, que toma a los medios que producen la cultura como sujetos activos de la propia producción de respuesta simbólica dentro de esas formas que crea el sistema social para generar los proceso de circulación ya no de obras, sino de los sujetos como integrantes de una red mayor: el corpus urbano entendido este como la trama de intereses políticos, económicos y culturales que gobiernan el amplio circuito de operaciones que fijan un destino o moldean sus proyecciones en el contexto general de la sociedad.

En este sentido, se genera un espacio de operación activo a partir de perspectivas como pueden los modelos Altermodernidad/Decolonialidad. Insisto en que hay que revisar el carácter dominante que ofrecen los discursos eurocentristas sobre una sociedad multicultural que actúa de manera monocultural, es decir, reproduciendo los valores de la cultura europea como el único patrón válido.

En un mundo que se rige por diferentes niveles de realidad es apenas comprensible que el arte ubique sus observaciones en lugares diferentes, sin que medie para ello una especificidad propia del ámbito que define las especializaciones de su actividad. Es decir, al rastrear esa realidad múltiple no encuentra límites. Por lo tanto, sus búsquedas son tan variadas como es el mundo de la naturaleza artificial creada por el propio hombre y concentrada por excelencia en el espacio urbano y la compleja relación que este lugar establece con el entorno natural.

En ese lugar urbano confluyen lo político, lo social, lo cultural, lo económico, creando una telaraña de correlaciones lo suficientemente compleja como para que no exista la posibilidad de contabilizarlas desde una sola perspectiva, hablando en términos artísticos.

Y por ello el arte se convierte en una voz que habla temáticas tan disímiles, que genera desconfianza por esa dificultad para condensar su discursividad en unos términos que permitan demarcarlos bajo un mismo sistema de sentido a partir de la crítica de arte.

Siempre me ha parecido definitivo ubicar las fuentes que nutren cualquier discursividad artística, porque en ese indagar surgen capas culturales que develan influencias naturales o artificiales, y estas mismas capas se entremezclan con espacios culturales atados a geografías determinadas que fluctúan como escenarios locales, cargados de fuerzas históricas que se aferran a producir una identidad que se reconoce como tal en un universo múltiple, diverso, polisémico, que caracteriza al estado actual de circulación cultural conocido como globalización.

 

 

Guillermo Villamizar

Bogotá, enero 28 de 2012