Un parque claramente etiquetado: Una reflexión sobre curaduría y arte contemporáneo en Cali

Carsten Holler, “Untitled (Slide),” 2011. Installation view. Courtesy Spencer Platt and Getty Images North America

Soy un niño. Me gusta ir a los parques.

La verdad es que no soy un niño y no me gustan los parques. Estimados lectores, no se preocupen, mi intención no es engañarles ni tengo algún motivo oscuro. Este texto de verdad se trata de algo distinto, de lo cual se darán cuenta si miran la foto y leen hasta el final.

Entonces, para el propósito único de este texto, soy un niño y me gustan los parques. Pero a veces, los parques me dejan un poco desubicado e incómodo, lo cual me da hasta vergüenza, pues soy un niño y debería saber cómo disfrutarlos.

El otro día me alegró mucho conocer un parque que me hizo sentir bien conmigo mismo. Era un parque muy ordenado, pintado de blanco, con un ambiente amable, abierto, con buena iluminación y bien ventilado. Pero lo mejor fue que todos los columpios, resbaladeros y tiovivos tenían etiquetas. Éstas explicaban de manera precisa cómo los niños debíamos usar el parque y las máquinas o atracciones dentro de él, el orden correcto del recorrido, cómo los niños nos debíamos sentir en cada estación y el significado más amplio de cada experiencia para nosotros, como niños amantes de los parques.

Antes de subir al resbaladero leí la etiqueta: explicaba las dimensiones del resbaladero, sus materiales, método de construcción e incluso lo que el diseñador quería expresar con su obra: el descenso del ser humano hacia la «cuasi-existencia mercantil y sin significado.» Mientras descendía por el resbaladero cerré los ojos y traté de ignorar la sensación de caer, la subida de mis vísceras, y la náusea exhilarante en que resultó mi experiencia. En lugar de todo eso, yo repetía internamente las palabras en la etiqueta: «cuasi-existencia mercantil y sin significado.» No estaba completamente seguro qué quería decir, pero supuse que al diseñador le pagaron bien por haber determinado el significado de su obra, entonces repetí las palabras una vez más.

Se acabó, entonces fui la máquina siguiente.

Los columpios también eran etiquetados: 2.4 metros de altura, roble, acero y caucho; enchapado y con base de concreto, significando la ambivalencia espurrea del actual acople entre el Estado y la sociedad, una relación empujada únicamente por «la mano invisible.» No tenía quién me empujara con la mano, invisible o no. Pensé en columpiarme solo, pero no tenía las ganas. Lo podría hacer otro día, pensé, y pues ya había leído la etiqueta, entonces eso se acabó.

Fui a la atracción siguiente.

Pasé la mayoría de la mañana de esa manera: leía las etiquetas y a veces intentaba revivir el significado de cada pieza según me decían los rótulos pero principalmente solo leía, miraba, confirmaba, y seguía a la máquina siguiente.

Cuando ya no había más máquinas siguientes, fuí a la casa.

Sentí un placer anestesiante al ser guiado por todo el parque. No sentía la ansiedad que normalmente me produce tener que pensar en cómo usar las máquinas, imaginar qué podrían significar separadas o en conjunto, ni mucho menos jugar con otros niños.

De camino a casa pasé por uno de esos otros parques, los que no tienen etiquetas. Alcanzaba a escuchar cómo discutían alegremente los niños sobre dónde ir después de cada juego. Algunos hablaban de resbalarse por «la cola del dragón.» Yo veía que no era un dragón, sino un resbaladero y no había ninguna etiqueta que decía que el diseñador quería representar un dragón con su deslizadero. Entonces debe ser que los niños lo estaban inventando.

Los niños en la parte superior del resbaladero decían que los otros eran hormigas y que el tiovivo era parte de una nave espacial de las hormigas extra-terrestres. Escuché una niña reírse de cómo se veía la tierra cuando se invertía en el columpio. Pedía a su amiga que le empujara más y grité que la nave espacial iba a chocarse – pero «la nave» (el tiovivo) no se estaba moviendo, era ella en el columpio, y ni siquiera la estaba empujando «la mano invisible» fue la mano de su amiga. Yo la veía. Debe ser que estaba inventando todo.

Yo no les dije que estaban equivocados, pero pude sentir una sensación de disfrute y seguridad, e incluso, podría decir, de superioridad, mientras pensaba en mi experiencia de esa misma mañana. Me alegró no tener que inventar nada por mí mismo. Todo lo decían las etiquetas

Eso se acabó, entonces fui a la casa.

Al llegar a casa mi papá dijo que había visitado una exhibición de arte con una muy buena curaduría. Intenté imaginar qué quería decir.

 

Ian Middleton

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A well-labelled playground: A reflection on contemporary art curation in Cali, Colombia

I’m a child. I like going to playgrounds.

I’m not really a child, and I don’t really like going to playgrounds. Don’t worry, I’m not attempting to lure anyone into a false sense of security for any sinister purposes. This text is really about something else, as you will understand if you look at the picture and read to the end.

So, for the purposes of this text, I’m a child and I like going to playgrounds. But playgrounds sometimes leave me feeling slightly disorientated and uneasy, which in turn makes me feel almost guilty – I am, after all, a child, and should really know how to enjoy playgrounds.

I was very pleased the other day to discover a playground that made me feel ok about myself. It was a very tidy playground, all painted white, with a nice, open, well-lit, airy feel. The best thing, however, was that all the rides, swings, slides and so on had labels. These labels explained exactly how children should use the playground and its equipment, which order to go in, how we should feel at each station, and the broader significance of those experiences for us as young people who like playgrounds.

Before I went on the slide I read the sign. It explained the slide’s dimensions, materials, construction method, and said that the designer intended to convey man’s descent into «meaningless mercantile quasi-existence.» As I descended the slide I closed my eyes and tried to ignore the falling sensation, the rise of my guts and the resultant exhilarating nausea. Instead I repeated in my head the words on the label: «meaningless mercantile quasi-existence.» I wasn’t exactly sure what it meant, but I suppose the designer had been paid a lot to determine his work’s significance, so I repeated it.

That was finished, so I went to the next piece of equipment.

The swings were also labelled: 2.4 metres high; oak, steel and rubber; bolted and set in concrete; signifying the nonchalant ambivalence of present-day political engagement between state and society, swayed only by the impulse of «the invisible hand.» I didn’t have anyone’s hands to push me, invisible or otherwise. I thought about swinging myself, but I couldn’t really be bothered. I could do it another day, I thought, and I’d already read the label anyway, so that was finished.

I went to the next piece of equipment.

I passed the majority of my morning this way: reading the labels and sometimes trying to experience the significance I was told each piece had, but mostly just reading, looking, confirming, and going on to the next thing.

When there were no more next things I went home.

There was a nullifying pleasure in being guided through the playground. I didn’t have any of the anxiety of having to think about how to use the machinery, imagine what they could represent separately or in conjunction, or play with other children.

On my way home I passed by one of those other playgrounds, the ones without labels. I could hear the children joyfully debating what to go on next. Some were talking about sliding down «the dragon’s tale.» I could see it wasn’t a dragon – it was a slide – and there wasn’t a label saying that designer meant the slide to represent a dragon, so the children must have been making it up.

The children at the top of the slide said the others were ants, and that the roundabout was their ant-alien spaceship. I heard one girl giggle about how the ground looked when she went upside down on the swing. She called for her friend to push her faster and screamed that the spaceship was going to crash – but «the spaceship» (roundabout) wasn’t moving, she was, on the swing, and she wasn’t even being pushed by the «invisible hand.» It was her friend’s hand. I could see it. She must have been making it all up.

I didn’t say they were doing it wrong, but I did enjoy the slightly smug feeling as I thought back to my morning’s experience. I was pleased I hadn’t had to make anything up myself. It was all on the labels.

That was finished, so I went home.

When I got home my dad said he’d been to a well-curated art exhibition. I tried to wonder what he meant.

 

Ian Middleton